Historia del cine

Hollywood en los tempranos cuarenta

Cine / 2 marzo, 2020 / Guillermo Zapiola

La industria de Hollywood tardó algún tiempo en advertir que el mundo estaba entrando en una guerra, pero cuando lo entendió se comprometió con ella. También ocurrieron otras cosas, entre ellas Orson Welles.

Las guerras cambian el temperamento de las personas. Por un lado inflaman sentimientos patrióticos y combativos, algo que la industria hollywoodense supo hacer a partir de 1940 con películas que informaron al mundo de lo malos que eran los alemanes y los japoneses, pero hubo otras reacciones. Si el mundo se ha vuelto un infierno también se borronean las fronteras entre el Bien y el Mal. En el cine anterior a 1940, esas fronteras estaban, por lo general, bien delimitadas. Los villanos solían ser reconocibles por su mirada torva, el uso de bigote y la sonrisa torcida. También solían vestir de negro. Los héroes lo eran de una sola pieza, y las damas se dividían en dos clases: las heroínas ingenuas que conservaban su virtud hasta el último rollo, y las buenas-malas (las primeras solían ser rubias; estas últimas tendían a tener el cabello negro) a las que a menudo se les concedía el derecho de una muerte redentora. Por supuesto, existían arquetipos femeninos de maldad sin paliativos: nadie era mejor que Bette Davis cuando era mala.
El párrafo anterior incurre en alguna simplificación, pero ayuda a entender los cambios que el cine norteamericano conoció en los años cuarenta. Uno de los ejemplos más claros radica en el cine policíaco.  Los treinta fueron los años de las historias de detectives clásicas (las series del Hombre Delgado, Philo Vance, Charlie Chan, Mr. Wong, Perry Mason, Mr. Moto y varias más) y sobre todo de las películas de gangsters, que existían de antes pero cuyo período de esplendor arrancó con El pequeño César (1931) de Mervyn LeRoy, El enemigo público (1931) de Wellman o Scarface (1932) de Hawks, y concluyó gloriosamente con Héroes olvidados (1939) de Walsh. Ese cine determinó el estrellato de Cagney, Robinson y más tarde Bogart, y su moral era clara: los buenos eran buenos y los malos eran malos, aunque ocasionalmente se le concediera a Cagney un final gesto redentor.
Es mucho más ambiguo lo que ocurría en la novela de los años treinta y en sus traslaciones al cine de los cuarenta: el enigma clásico dio paso al film noir, las fronteras entre el Bien y el Mal se borronearon, el último, desencantado gesto de nobleza que le quedó a sus detectives privados fue el profesionalismo: jugar limpio con sus clientes, aplicar a veces cierta forma de justicia no necesariamente acorde a la ley. No es casual que, oficialmente, suela afirmarse que el film noir nació en 1941 con El Halcón Maltés de John Huston, basado en la novela de Hammett, aunque de hecho se trate de la tercera versión cinematográfica del libro (la primera es de 1931, dirigida por Roy del Ruth, y con Ricardo Cortez en el papel de Sam Spade). De todos modos, el carácter seminal de la película de Huston es indiscutible: no solamente afirmó el estrellato de Bogart sino que abrió el paso a buena parte de las obras maestras del género en los años siguientes, desde El enigma del collar (1944) de Dmytryk (basada en Adiós muñeca de Raymond Chandler) a Al borde del abismo (1946) de Hawks (sobre El sueño eterno del mismo Chandler), Pacto de sangre (1944) de Billy Wilder y la menos satisfactoria  El cartero llama dos veces (1945) de Tay Garnett (ambas sobre James M.Cain), Los asesinos (1946) de Siodmak (vagamente inspirada en Hemingway) o la notable Traidora y mortal (1947) de Jacques Tourneur, para citar solo algunos ejemplos. Por supuesto, aún hoy se hace cine negro, pero el real período de esplendor del género va de 1941 a 1955, cuando Robert Aldrich lo disolvió en la pesadilla apocalíptica de El beso mortal.
Si el cine negro canalizó los escepticismos de una época confusa y turbulenta, otra gente salió a buscar respuestas espirituales. Tampoco es casual que al mismo período pertenezcan títulos como Bernadette de Henry King, que narraba con particular fineza la peripecia de la santa Bernadette  Soubirous, la visionaria de Lourdes, o que el habitualmente subestimado Leo MacCarey (uno de los mejores narradores y autores de comedia de la historia) haya convertido a Bing Crosby en cura y a Ingrid Bergman en monja en El buen pastor (1944) y Las campanas de Santa María (1945), dos películas que merecen una revisión.
Pero esas son apenas algunas tendencias. En 1941, el mismo año en que los japoneses atacaron Pearl Harbor, Huston hizo El Halcón Maltés y Ford lograba una de sus culminaciones con ¡Qué verde era mi valle!, un joven de veinticinco años lo revolucionaría todo. Su nombre era George Orson Welles.
De Welles hay que ocuparse en (por lo menos) una nota posterior, pero pueden adelantarse algunas ideas generales. Cada vez que se cumple un aniversario de El ciudadano (los cincuenta, sesenta o setenta y cinco años), los periodistas repiten las mismas tonterías, algo así como que “Hollywood estaba hundido en un abismo de mediocridad,y de pronto apareció Welles y lo llevó a las altas cimas del arte”. La verdad es exactamente la contraria. Hollywood estaba pasando por el período más creativo de su historia (Ford, Wyler, Walsh, Hawks, Borzage, Chaplin, y varios importados europeos estaban haciendo algunas de sus mejores cosas) y también por un buen momento comercial (1939 había sido el año de Lo que el viento se llevó). En ese contexto era más fácil que un estudio grande como RKO se fijara en un joven arrogante que nunca había hecho cine pero que venía de llamar la atención con varias revolucionarias puestas en escenas teatrales, y hasta había generado un escándalo nacional con una radioteatralización de La guerra de los mundos de Herbert George Wells que aterrorizó a algunos de sus oyentes que creyeron estar oyendo un noticiero y no una ficción. Podían arriesgarse a perder dinero, y Welles llegó a Hollywood con un contrato que hoy nadie ofrecería a un debutante, y que la propia RKO incumplió en los proyectos siguientes del cineasta. Pero en ese momento el mundo era suyo. Más adelante Welles diría que había empezado en la cima y no había dejado de caer desde entonces, pero eso es otra nota.

 

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