Libros

Un lugar en el mundo

Libros / 30 noviembre, 2018 / Rodolfo Santullo

La nueva novela de Horacio Cavallo nos introduce en un lugar sórdido, desperanzado, uno donde no hay más luz al final del túnel que la de un camión que viene a contramano y nos agarra sin frenos.

Casa en ninguna parte no es en verdad una novela, sino dos. Por un lado, tenemos la historia de una familia —Eduardo, Laura y Clara, su hija— que viaja a la casa del título, ubicada en algún punto del interior —a unos 400 kilómetros de la capital—, para radicarse por tiempo indeterminado y recuperarse de una tragedia; por otro, tenemos el viaje de fin de semana que el mismo Eduardo realizara dos años atrás —junto a sus compañeros del taller Pilo, David y Manucho, quien es el facilitador de la casa— para comer un asado. Más allá de las evidentes diferencias, los dos viajes tienen varias cosas en común: no solo el destino geográfico es lo que los une, sino una marcada sensación de deriva, vacío y una sensación permanente de amenaza sombría sobre todos ellos, amenaza vaga, difusa pero inevitable. En ambos relatos —especialmente el primero, pero no cabe duda que también en el segundo— empezamos mal: la tragedia familiar, por un lado; la incomodidad de un viaje que ninguno quiere hacer en realidad, en el otro. Y a medida que transcurren las páginas y las historias, tenemos la absoluta certeza de que terminaremos peor.

Horacio Cavallo (Montevideo, 1977) es uno de los mejores escritores uruguayos de su generación. Autor de libros como Oso de trapo (2008), Fábril (2010) y la estupenda antología de cuentos El silencio de los pájaros (2013), es también responsable de varios libros de poesía y una innumerable cantidad de material para niños y jóvenes. Como si su literatura adulta, de marcado tono oscuro, se compensara de alguna manera con relatos infantiles de luminosa identidad —como nota al margen, recomendamos calurosamente desde este espacio los libros Clementina y Godofredo (junto a la ilustradora Denisse Torena) y Figurichos (junto al ilustrador Sebastián Santana o Pantana, como firma)— dado que, y muy especialmente en la que hoy nos ocupa, lo sombrío, lo opresivo e incluso lo macabro ocupa casi todo el cuerpo de su obra restante.

Al igual que en Invención tardía —su otra novela reciente—, Casa en ninguna parte son viajes a la oscuridad. Oscuridad de las situaciones, que uno ve ir empeorando más y más, y sabe que no hay escape posible, que no hay salvación para nadie; y oscuridad en sus mismos protagonistas, seres solos, desvalidos, en ocasiones violentos con los demás y —sobre todo— con ellos mismos. Y durante un buen tramo del relato, tenemos cierto respiro en la variedad de historias —no cabe duda que ante la situación de la familia, escapar al asado de compañeros de trabajo aliviana— pronto quedará claro que esa casa en ninguna parte son malas noticias para cualquiera que en ella pase sus días, sean muchos o pocos. La casa es entonces un panóptico para ver a todos aquellos que allí pasan sus días —Eduardo, Laura, incluso la niña Clara, así como el siniestro Pilo, el patético David y el decadente Manucho— y oficiar de voyeur de las desgracias ajenas. La casa se constituye entonces como un personaje propio, una suerte de anfitrión para sus habitantes, entre los que pronto nos contamos también nosotros, los lectores.

Estupendamente bien escrita, Casa en ninguna parte no es una novela para todo el mundo. Es un trago amargo, duro de digerir, una mirada al lado más jodido del ser humano, lado que aflora en situaciones tensas pero que también espera y acecha incluso a flor de piel. Para compararlo con alguna otra experiencia —y porque a quien suscribe le encanta el paralelismo cinéfilo— es como encarar y ver Irreversible, del argentino Gaspar Noé. Una experiencia que te marca, no especialmente feliz, pero sin dudas inolvidable.

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