Historia del cine

El cine en la era de los dictadores

Cine / 30 noviembre, 2018 / Guillermo Zapiola

En las notas dedicadas al cine soviético clásico se adelantaron ya algunos conceptos acerca del período stalinista, pero puede ser útil refrescar algunos recuerdos y añadir información complementaria.

Los  años veinte fueron para el cine soviético un período particularmente creativo. La censura y la vigilancia partidaria existían, pero los comisarios políticos no intervenían de cerca en los aspectos formales del arte, habilitando un amplio margen para la experimentación. A ese período pertenecen algunas de las mejores películas de Eisenstein, Pudovkin, Dovzhenko, Medvekin, Kozintsev, Trauberg y otros. La progresiva afirmación de Stalin en el poder cambiaría las cosas. Los historiadores cinematográficos han hablado de un retorno a la Edad Media para referirse al período.
Es posible que el primer anuncio de lo que se venía se haya producido durante el  lanzamiento de Octubre (1927), de Eisenstein, una película que celebraba los diez años de la revolución rusa y que debió durar tres horas, pero quedo más corta cuando  al realizador se le ordenó que eliminara de su metraje a un señor llamado León Trotsky, que algo había tenido que ver con los hechos narrados. Ese fue el primer paso de varios en el distanciamiento de Trotsky con respecto al régimen stalinista: primero se lo hizo desaparecer de una película y se lo expulsó del Partido Comunista, luego fue echado  de la Unión Soviética y, finalmente, borrado del planeta Tierra mediante pico de alpinista, aplicado en el cráneo por el comunista español Ramón Mercader del Río, incómodo pariente de nuestro ex ministro de cultura Antonio Mercader.
Picos de alpinista a un lado,  las cosas se agravaron de a poco. A comienzos de los años treinta se proclamó el “realismo socialista” como doctrina estética oficial, y toda película que se arriesgara a jugar con las formas o experimentar con el lenguaje fue sospechada de desviacionismo burgués. Stalin quería películas “populares” que pudieran ser entendidas por cualquiera, o acaso que pudieran ser entendidas hasta por él, y eso creó algunos problemas. No es casual que la película favorita del dictador fuera Chapaiev  (1934), una epopeya revolucionaria que el norteamericano Dwight MacDonald, ese viejo anarco, definiera adecuadamente como “un film del Oeste con el Ejército Rojo como la partida del sheriff, y los rusos blancos como los ladrones de ganado”. Chapaiev no es peor, pero tampoco mejor, que un western de nivel medio. Los cineastas más inquietos percibieron que algo estaba cambiando para mal, y algunos buscaron aires distintos. Ya hemos señalado en alguna nota anterior que  Eisenstein emprendió una odisea por Occidente, donde tuvo otros problemas: Que viva México, le fue quitada de las manos por sus productores norteamericanos, nunca pudo terminarla ni reunirse con el material filmado, y volvió a la Unión Soviética. Allí los problemas continuaron: su drama campesino El prado de Bezhin (1937) quedó inconcluso, porque algún burócrata detectó en él tendencias místicas. Para la epopeya medieval Alejandro  Nevsky (1938) Eisenstein fue “auxiliado” en la realización (es decir, vigilado) por los “hermanos” (en realidad no lo eran: solo tenían el mismo apellido) Vassiliev, autores de Chapaiev. La película se inscribía fácilmente en la tendencia predominante del cine soviético de la época, consistente en exaltar gobernantes autoritarios de antaño que se parecían a Stalin. A la misma  época pertenece Pedro el Grande (1937), de Vladimir Petrov, una evocación del zar que modernizó Rusia aplicando métodos que hoy harían palidecer a cualquier comisión defensora de los derechos humanos. Las masas revolucionarias del cine anterior quedaron momentáneamente relegadas; la  historia la hacían los Líderes Supremos. No deja de resultar gracioso que los historiadores fascistas del cine Maurice Bardèche y Robert Brasillach (este último fue fusilado después de la guerra por haber colaborado con los nazis durante el gobierno de Vichy) hayan proclamado, en su discutible Historia del cine, que Alejandro Nevsky era “la más hermosa, la más conmovedora de las películas fascistas”.
Nevsky debió ser retirada de carteleras tras el pacto nazi-soviético de agosto de 1939: Stalin no quiso herir las susceptibilidades de su flamante aliado, Hitler, recordando derrotas alemanas de la Edad Media (también reemplazó a su ministro judío Litvinov por el probablemente más ario Molotov, para ahorrarle al canciller nazi Joachim von Ribbentrop la  humillación de tener que negociar un acuerdo con un representante de la raza maldita), pero no hizo responsable a Eisenstein de sus piruetas diplomáticas. El director pudo comenzar a trabajar en su monumental Iván el terrible (1944), una oda a la Razón de Estado que gustó al Gran Jefe. Solo que Iván era apenas la primera parte de un proyecto más amplio, que debió consistir en una trilogía y en definitiva se redujo a dos films. El segundo, La conspiración de los Boyardos (1946), que era a la vez la continuación y la antítesis de Iván, revelaba las flaquezas y las tragedias de un gobernante que fuera presentado al principio, sin mucho respeto por la historia, casi como un héroe sobrehumano.
Estéticamente, La conspiración continuó el estilo cinematográfico de Iván, derivado de la ópera, del expresionismo y de la tradición pictórica de los íconos, pero su contenido provocó escozores. Eisenstein murió poco después de terminarla y nunca pudo realizar la tercera parte de su soñada  trilogía sobre el personaje, pero es improbable que hubiera podido hacerlo aunque la salud no le hubiera fallado. A esas alturas era un artista caído en desgracia, y la película recién fue difundida cuatro años después de la muerte de Stalin, con un pegoteado discurso final del tipo “no nos moverán” que no estaba en los planes originales. Es un agregado y se nota: el actor Cherkassov está más viejo que  en el resto de la película, la  escena está chatamente filmada por una servicial cámara frontal, y dramáticamente desmiente la turbulencia espiritual que el personaje ha mostrado en secuencias previas.  No en  vano el período 1932-1953 ha sido denominado el de la Edad Media del Cine soviético. Después de la muerte de Stalin pasarían otras cosas.

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