Columna de cine

Un balance uruguayo

Cine / 29 diciembre, 2018 / Guillermo Zapiola

El autor de esta nota reconoce, humildemente, haber visto a lo largo del año menos cine de estreno del debido. De ahí que no se atreva a realizar un balance del material internacional exhibido. Lo uruguayo, sin embargo, justifica una cuota de atención.

Si el esforzado colega de la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay que se dedicó a confeccionar el listado de estrenos del año no se equivoca, en 2018 se conocieron veintitrés películas nacionales, o por lo menos realizadas en coproducción con Uruguay. En cualquier año del siglo XX, siglo que, según se dice, fue el del cine, esa cifra hubiera provocado un sobresalto: dos estrenos en el año se consideraban ya una proeza. En el siglo XXI, cuando se afirma que el cine ha muerto y hay que empezar a hablar de “lo audiovisual” o alguna generalización semejante, la cifra se ha multiplicado por diez. El dato confirma que al Uruguay todo llega tarde, pero en este caso se trata de una buena noticia. Hace treinta años, cada vez que se estrenaba una película nacional se anunciaba también que acababa de nacer el cine uruguayo. Ahora puede comprobarse no solamente que el chico ya ha nacido, sino también que está creciendo y anda por ahí. Ya era hora.
Cantidad no significa necesariamente calidad, y es perfectamente posible estrenar un montón de películas y que ninguna importe: es lo que sucede con el ochenta por ciento de lo que está haciendo hoy Hollywood, que hace cincuenta años hacía, promedialmente, el mejor cine del mundo y hoy está aburriendo al planeta. Lo uruguayo es un cambio más digno, y ya se terminó también aquella actitud perdonavidas de “bueno, para ser nacional no está tan mal”. Hay buenas, medianas y malas películas uruguayas, y cabe juzgarlas con el mismo criterio con que se juzga a las norteamericanas, italianas o japonesas. No hay motivo para aplicar raseros diferentes porque algo se haya hecho acá o en Alaska.
De acuerdo: este año no hubo una obra maestra. Por lo general no suele haberlas, y es probable que en el Uruguay se haya realizado solamente una (Whisky, de Stoll y Rebella). Por debajo de esa culminación hay sin embargo varias cosas estimables, y unas cuantas de ellas se estrenaron este año.
Una preferencia personal por el cine tradicional y bien contado puede inclinar a este cronista a elegir La noche de 12 años, de Álvaro Brechner, como el mejor estreno nacional del año. Política a un lado —factor que puede estorbar la apreciación de películas tan diversas como Octubre de Eisenstein, JFK de Oliver Stone u Olimpiada de Leni Riefenstahl, esa crónica sobre la peripecia carcelaria de José Mujica, Mauricio Rosencof y Eleuterio Fernández Huidobro sabe concentrarse en su asunto (no es la historia del MLN, ni un documental ficcionado sobre la dictadura), y lo hace con una cámara atenta a las reacciones de los personajes, un diálogo que no editorializa, trechos de emoción legítima y una saludable negativa al maniqueísmo. Uno puede enojarse con los personajes de la película a la salida del cine, pero también acompañar su experiencia mientras está en la pantalla.
Si La noche de 12 años fue algo así como el ejemplo más claro de un cine sólido y clásico, hubo otra “noche” interesante que se ubica en un plano totalmente distinto: La noche que no repite, de Aparicio García y Manuel Berriel, rodada en San José (sí, en efecto, existe un Uruguay fuera de Montevideo) y acaso el mejor ejemplo de un cine bizarro de buen nivel, que mezcla a dos adolescentes aburridos, una broma pesada, un asesino a sueldo y otros personajes en una historia muy loca.
Entre esos extremos hubo algunos ejemplos, acaso menos logrados pero que confirman el empeño en la búsqueda y la variedad temática de los cineastas uruguayos. En No dormirás, Gustavo Hernández (La casa muda, Dios local) insistió con su preferencia por el terror gótico. En Belmonte, Federico Veiroj incursionó en la comedia dramática con resultado no exento de interés. En Las olas, el argentino, pero casi uruguayo, Adrián Biniez (el de Gigante) jugó a lo experimental con resultado discutible pero no indiferente.
Hubo empero otra vertiente interesante en la producción uruguaya estrenada en el año: un significativo número de documentales a cargo de gente que ya no se considera obligada a repetir más o menos lo mismo y ya dicho sobre la “historia reciente”. El tema estuvo por cierto en la atendible Trazos familiares, de José Pedro Charlo, o desde un ángulo menos explorado en Fe en la resistencia, de Nicolás Iglesias Schneider, que retrató el comportamiento de un sector de la militancia religiosa contra la tiranía. Pero otra gente pudo enfocarse sin prejuicios sobre temas diversos: la personalidad del líder del grupo Los Iracundos (Un tal Eduardo, de Aldo Garay); el cuadro matrimonial de La flor de la vida, de Claudia Abend y Adriana Loeff; la contradictoria personalidad de Blanca Luz Brum en No viajaré escondida, de Pablo Zubizarreta; más “rockeros” (Los Buitres) en No es un día más, de Diego de la Peña y Pablo Rafuls; las viejas glorias del fútbol uruguayo en Sangre de campeones, de Sebastián Bednarik y Guzmán García. Con mayor o menor calidad, esas películas y otras dejan constancia de una realidad multiforme. El Uruguay, vamos.

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