Historia del cine

Realismo poético francés (final): Julien Duvivier

Cine / 3 mayo, 2019 / Guillermo Zapiola

Queda mucha historia del cine por contar y ya le hemos dedicado varias notas al realismo poético francés de entreguerras. Sería empero una injusticia no recordar, aunque sea brevemente, a Julien Duvivier.

 

Vigo fue la promesa truncada por la muerte, Renoir el maestro indiscutido, Carné conoció vaivenes críticos. El cuarto nombre que importa del período del “realismo poético” tuvo empero una suerte más peculiar: un momento de gloria hacia fines de los treinta y los cuarenta, y una prolongada desvalorización posterior. Nos referimos a Julien Duvivier.
El caso de Duvivier es uno de los que desafía el concepto, tan francés, de “autor cinematográfico”. Nacido en Lille en 1896, muerto en París en 1967, llegó a convertirse en director a los veinticinco años y trabajó toda su vida, hasta el año mismo de su fallecimiento. Realizó un centenar de películas, mucha de ellas olvidables, pero en el período que nos interesa (fines de los treinta y esporádicamente más tarde), obtuvo logros más que estimables.
Había hecho mucha cosa menor antes de llegar a Poil de carotte (1932), tal vez la primera de sus películas que los libros se apresuran a mencionar, y a partir de ahí su filmografía ofrece un puñado de películas ambiciosas y de frecuente calidad que aún se reponen de vez en cuando en las cinematecas. Mostró alguna inquietud religiosa en Gólgota (1935), una evocación de las últimas horas de la vida de Cristo, y en ese mismo año hizo La bandera, un asunto ambientado en la Legión Extranjera española, que generó algún enojo por su espíritu colonialista pero donde importaba más el drama humano que la política, y que constituyó además uno de los primeros vehículos importantes que cimentaron la leyenda de Jean Gabin. Gabin reapareció en el cuadro costumbrista de Amor intruso (La belle equipe, 1936), otro de los triunfos de Duvivier, y en Pépé le Moko (1937), tragedia de un pistolero romántico ambientada en la Casbah argelina en la que el realizador reiteró un considerable oficio y también una atención cuidadosa al cine de gangsters norteamericano (hay secuencia, como la de una muerte informada indirectamente mediante la banda sonora, que remiten a El enemigo público de William Wellman).
El gran triunfo de Duvivier (y acaso su obra maestra) fue, sin embargo, Carnet de baile (también de 1937), admirada por Orson Welles, acaso por sus rupturas cronológicas que anticipaban las que el norteamericano utilizaría algunos años después en El ciudadano (1941). La historia de la mujer que salía en busca de sus parejas de baile en una fiesta de antaño, y constataba con alguna desazón lo que el tiempo había hecho con ellas, contrastaba pasado y presente, denunciaba la idealización y las trampas de la memoria, y obtenía un resultado de particular fuerza poética.
Hay por lo menos otro punto realmente alto en el cine de Duvivier de esos años, El fin del día (1939), drama sobre la rivalidad entre viejos actores. Para entonces Duvivier aparecía incluido entre los realmente grandes del cine francés y llamó la atención de la industria internacional, pasando a trabajar en inglés, entre Inglaterra y los Estados Unidos. Allí los resultados fueron más desparejos. El gran vals (1938) fue una pseudobiografía de Johan Strauss que no se podía tomar demasiado en serio, aunque el oficio del director y la música ayudaban. Lydia (1941) fue una copia menor de Carnet de baile, sin la originalidad de su modelo. Duvivier mejoró la puntería en dos antologías de cuentos cortos (Seis destinos, 1942, Carne y fantasía, 1943), rodadas en los Estados Unidos, con elencos multiestelares y algunos ramalazos de auténtica emoción. Tras la guerra volvió a Francia para rodar un decente film negro (Panique, 1946), saltó a Inglaterra para realizar una fría y simplista adaptación de Ana Karenina (1948) con Vivien Leigh en el papel principal, y a partir de ahí hizo un poco de todo, a veces con gracia (El santo de Enriqueta, 1952), a veces cumpliendo impersonalmente con su contrato (dos películas sobre el cura Don Camilo, interpretado por Fernandel y basadas en los relatos de Giovanni Guareschi), a veces con más ambición (una sólida traslación de la novela El caso Maurizius de JakobWasserman).
En ese período final de la carrera de Duvivier hay sus más y sus menos. Pudo ponerse al servicio de los visibles (y exhibidos) atributos de Brigitte Bardot en Juguete de una mujer (1959), jugó a la intriga semipolicial en clave más bien humorística y el tema hitchcockiano del “falso culpable” (El hombre del impermeable, 1957), con Fernandel, o más seria y con referencias al colaboracionismo con los nazis en la Segunda Guerra Mundial (María X, 1958), se perdió en la tontería en episodios (y también elenco multiestelar) de El diablo y los diez mandamientos (1962) y no lució particularmente satisfactorio con la mezcla de intriga policial y componente fantástico de La cámara ardiente (1962), elementos que estaban mejor manejados en la novela original de John Dickson Carr que la película adaptaba.
De ese período final del director, lo más interesante debe ser El tiempo de los asesinos, un melodrama con elementos de policial negro (muy negro realmente) que tenía su sordidez pero también su sugestión, su buen oficio y la presencia en pantalla de Gabin, uno de esos actores (como Wayne, como Anna Magnani) que no necesita actuar: le basta con “estar”. Curiosamente, la película dividió a la crítica uruguaya y Homero Alsina Thevenet se sintió obligado a escribir una segunda nota sobre ella, en la que reafirmaba su inicial opinión favorable. Como suele ocurrir dos de cada tres veces, Alsina tenía razón: la película era bastante mejor de lo que sostenían sus enemigos.
Sin embargo, a esas alturas Duvivier era una gloria del pasado. Los jóvenes revoltosos de Cahiers du Cinéma y sucursales en general lo despreciaron, y sus últimas películas lucieron “viejas” cuando se las comparó con los desenfados de la Nouvelle Vague. Hay que reconocer que nunca abandonó el trabajo: el mismo año de su muerte rodó Satánicamente tuya (1967), un asunto policial con Alain Delon que no necesitaba de su firma otrora prestigiosa.

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