Columna de cine

Memorias del infierno

Cine / 29 septiembre, 2018 / Guillermo Zapiola

Se trata de un capítulo (o partes de él) de la historia reciente, y no hay que pedirle que sea lo que no pretende ser. Ese debería ser el punto de partida de cualquier reflexión sobre La noche de 12 años, película uruguaya que acaba de estrenarse.

Hay varias maneras de equivocarse con La noche de 12 años, película de Álvaro Brechner que narra el cautiverio durante la dictadura militar de los dirigentes tupamaros José Mujica, Eleuterio Fernández Huidobro y Mauricio Rosencof. Una de ellas es pedirle que sea una historia del MLN, un examen de su accionar y sus motivaciones, un alegato a favor o una crítica de la opción por la lucha armada en el Uruguay de los años sesenta. Otra ha sido señalar que la peripecia de los tres personajes elegidos no fue mejor ni peor que la de otros, y que la opción de Brechner ha sido cuestión de marketing. Hasta se ha llegado a decir que contar solamente una parte de la verdad es una manera de la mentira, lo cual puede ser cierto en un libro de Historia pero tiene menos valor a la hora de enfrentar una ficcionalización de hechos reales que tiene derecho a efectuar una selección de lo que cuenta. Según esa interpretación, la película sería, al contrario de la célebre afirmación de Godard sobre la verdad en el cine, “la mentira veinticuatro cuadros por segundo”, lo cual resulta por lo menos una exageración.
Es inevitable la polémica en torno a una película que tiene que ver con tupamaros, militares, tortura, la dictadura y sus consecuencias, y es muy probable que provoque debates que van a tener muy poco que ver con el cine. Va a haber quien se enoje por la ausencia de contexto político, y quien considere (sin demasiado error) que, aun evitando la burda hagiografía, la película idealiza a unos personajes que admiten un enfoque más crítico. También va a haber gente de izquierda que considere que objetar a la película es manifestar simpatías por la dictadura, o alguna estupidez por el estilo. Ortega y Gasset dijo alguna vez que la izquierda (como la derecha) era uno de los tantos lugares donde se podía ser un idiota, lo que no significa que todos los izquierdistas ni todos los derechistas (o los centristas, o los autoproclamados apolíticos) sean idiotas, sino que hay idiotas en todas partes. Con esa gente no se puede discutir.
Vale más entender cuál ha sido la intención del director Brechner y su equipo, y a partir de ahí tratar de llegar a alguna conclusión sobre sus logros. Contra las objeciones mencionadas más arriba, la película tiene el buen criterio de acotar su tema a tres personajes y un ambiente claustrofóbico, disponiendo de un libreto concentrado y manejable en lugar de dispersarse en lo épico, lo colectivo o el mero exceso de anécdota. De hecho, y salvo por un flashback que retrocede hasta el sangriento 14 de abril de 1972 (del que proporciona una versión parcial y sesgada) y la ocasional ensoñación de alguno de los personajes, la película se aferra al período que va del 7 de setiembre de 1973 al 8 de marzo de 1985, es decir, desde que sus tres protagonistas y otros fueron proclamados oficialmente “rehenes” hasta la liberación ordenada tras la asunción del gobierno de Sanguinetti.
La cámara (y el espectador) saben lo que saben los personajes en tiempo presente, nunca más que ellos. No hay sermones ni editoriales, sino un acercamiento físico al encierro, el sufrimiento, la ocasional locura, la utilización de ciertos trucos para mantener algún grado de lucidez. Incluso, la película evita los excesos de maniqueísmo: sus tupamaros aparecen probablemente idealizados, pero no hay una satanización generalizada del adversario, cuyo retrato va desde el perfecto canalla interpretado por César Troncoso (que podría ser el equivalente cinematográfico de un Gavazzo) hasta la presencia de un sargento mucho más humano que pide ayuda al Ruso Rosencof para escribir una carta a su novia.
Si se acepta que lo que cuenta la película es, más o menos, un capítulo de la “historia oficial” del Movimiento (es decir, la que han contado el Ruso y el Ñato), y solo una parte de lo que realmente sufrieron los personajes durante esos doce años, hay que reconocer también la solvencia del director y libretista Brechner (Mal día para pescar, 2009; Mr. Kaplan, 2014). “La función del cine no es demostrar, sino mostrar”, escribió alguna vez Eric Rohmer, y Brechner, en general, se limita a mostrar, con fluidez de cámara, un buen manejo de banda sonora, una sabia selección de encuadres, un sugestivo diseño de producción y un competente desempeño del elenco (Antonio de la Torre como Mujica, Chino Darín como el Ruso, Alfonso Tort como Fernández Huidobro), una experiencia humana que despierta la empatía del espectador, opiniones políticas a un lado. No es imprescindible ser tupamaro para apreciar La noche de 12 años. La discusión al respecto puede esperar hasta el café o el cortado en el boliche de la esquina del cine, pero mientras se está sentado en la butaca es la película lo que funciona.

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