Hace rato que las remakes se han vuelto una plaga, pero no hay que desecharlas automáticamente. A alguien se le ha ocurrido hacer por cuarta vez “Nace una estrella”, y el resultado no es deleznable.
Hay gente que cree que las remakes son una molestia reciente de Hollywood, pero lo cierto es que se han hecho siempre. El halcón maltés (1941), de John Huston, es la tercera versión cinematográfica de la novela de Dasshiell Hammett, que ya había sido filmada previamente por Roy del Ruth (1931) y William Dieterle (1935). La plaga viene de lejos.
En realidad, ¿por qué llamarla plaga? Muchos temas admiten más de una interpretación, y nadie se queja porque Hamlet o Romeo y Julieta hayan sido filmadas más de una vez o suban al escenario a cada rato. Puede haber más quejas razonables cuando el material repetido es Eran diez indiecitos: si Harry Alan Towers (que ya produjo dos versiones de esa pieza de Agatha Christie ya filmada antes) insistiera por tercera vez, habría que pensar seriamente en la pena de muerte.
El caso de Nace una estrella, cuya cuarta versión fílmica acaba de llegar a pantallas montevideanas, se vuelve un poco más complicado, porque sus antecedentes incluyen por lo menos una obra maestra (la versión de Cukor con Garland), y porque obliga a entrar en el juego de las odiosas comparaciones, donde siempre hay quien gana y quien pierde.
Irónicamente, el asunto no nació como un musical. La primera Nace una estrella (1937), dirigida por Willliam A. Wellman y protagonizada por Fredric March y Janet Gaynor, era un buen drama sobre una actriz en ascenso y su decadente marido. El material se convirtió en musical en 1954, cuando George Cukor dirigió a Judy Garland y James Mason en la mejor versión del asunto conocida hasta la fecha, agregando canciones y bailes pero también una sutileza dramática y una imaginación cinematográfica que se advierten mejor en las copias más completas que circulan en DVD o en Blu-ray, y que incorporan material que fuera eliminado en los tiempos de su estreno comercial. A sus varios méritos obvios (incluyendo entre ellos la mejor labor cinematográfica de la carrera de Judy), la película de Cukor añade uno más: demostrar que el musical puede ser realmente el soporte de una historia dramática y no de la habitual comedia, dato que West Side Story probó solo a medias y Cabaret confirmó, aunque el propio Bob Fosse, que hiciera esta última, no repitió el logro en All That Jazz.
Es probable que no mucha gente recuerde la atendible versión inicial de Wellman, pero la película de Cukor y Judy se ha convertido en un clásico, y eso crea problemas adicionales. Nace una estrella se ha convertido en un caballito de batalla para casi toda cantante que quiere demostrar que puede ser Judy o mejorarla. Por eso Barbra Streisand pudo protagonizar una nueva versión en 1976, dirigida por Frank Pierson y coprotagonizada por Kris Kristofferson. Por supuesto, Barbra tiene una estupenda voz y podría haber grabado las canciones, pero no era necesario que hiciera otra película.
Es inevitable pensar que Lady Gaga se planteó en algún momento la misma pregunta: si Judy y Barbra lo hicieron, ¿por qué yo no? La idea de filmar de nuevo el asunto había estado dando vueltas por Hollywood desde hace algún tiempo, y hasta en algún momento se anunció que Clint Eastwood estaba interesado en el proyecto (aunque no con Lady Gaga), pero luego la noticia se diluyó. Finalmente, la película se hizo y está ahí, en las pantallas, para que la gente la vea y opine.
Entonces: ¿qué hay que opinar? Se puede entrar en el juego de las odiosas comparaciones y decir que la versión de Judy es mejor (que se sepa, nadie ha proclamado la superioridad de la versión de Barbra), y habrá que discutir con los más jóvenes para quienes Lady Gaga es una diosa y acaso no sepan quién fue Judy Garland. La otra posibilidad es olvidarse de los antecedentes y enfrentar a la película por sí misma, olvidándose de que el asunto ya ha sido contado (y cantado) por otros. Este último enfoque es probablemente el más saludable, y permite reconocer a una película respetable aunque no eminente.
La primera sorpresa es descubrir en el director debutante y antes actor (tarea que también desempeña aquí) Bradley Cooper a un profesional competente, capaz de manejar con buen pulso sus elementos musicales y su drama. Habrá que ver lo que hace en el futuro, pero su comienzo detrás de la cámara no es malo. Tal vez sea menos sorprendente comprobar la seguridad con que Lady Gaga se mueve, canta y baila ante la cámara en su primer protagónico fílmico. Puede gustar o no el estilo de esa mujer, pero hay que reconocer que sabe lo que quiere y lo hace bien. Sus admiradores no van a quejarse, aunque algunos vetustos prefiramos otros estilos musicales y los más incondicionales de la actriz acusen, sin demasiada injusticia, a Cooper por inflar un poco su papel y achicar el de su compañera de elenco: al fin y al cabo es el director, y tiene ganas de lucirse. El narcisismo es pecado, pero no mortal.
La película no es perfecta, hay alguna caída de ritmo en su segunda mitad, pero resulta difícil discutir el nivel de profesionalismo, la solvencia narrativa y la ocasional capacidad de emoción que se desprende del trabajo de Cooper y su equipo. De acuerdo, la película es un poco larga: algún tijeretazo le habría hecho bien. Pero no está mal como está.
Un pedido para los demasiado entusiastas: por favor, no salgan a decir que el musical ha resucitado, o algo por el estilo. El género se terminó con la muerte de Bob Fosse (que participó indirectamente y post mortem en Chicago), y después hubo que soportar cosas como la horrible remake de Annie y la ya olvidada La La Land. Esta Nace una estrella se mueve en un mejor nivel que cualquiera de esos antecedentes, y vale la pena verla, pero no nos apresuremos en anunciar una resurrección del género. Una golondrina, o tres, o cuatro no hacen verano.