Hacia 1924, redactado por Joseph Breen y el sacerdote jesuita Daniel Lord —casi sin la participación del más divulgado Will Hays (a quien incluso la Wikipedia lo atribuye erróneamente)—, el Código de la Industria que autorregulaba el contenido de las películas, para evitar que una eventual censura estatal se ocupara de ello, entró en vigencia en Hollywood. Su lectura resulta hoy, cuando la comedia norteamericana ha descendido a los niveles de Adam Sandler, una de las experiencias más divertidas que pueda proporcionar el cine, pero en su momento le complicó la vida a alguna gente.
No es posible transcribir en una nota de estas dimensiones el texto completo del famoso Código, pero se puede intentar una síntesis razonable. En sus párrafos iniciales editorializaba que no se autorizaría ninguna película que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores, nunca se conduciría al espectador a tomar partido por el crimen, el mal y el pecado, que los géneros de vida descritos en una película debían ser correctos (teniendo en cuenta las exigencias particulares del drama y del espectáculo), que la ley, natural o humana, jamás seria ridiculizada, y que la simpatía del público nunca iría hacia aquellos que la violentan.
Tras esas generalizaciones venían las especificaciones, divididas en dos categorías: los don’t (“no”) y los be careful (“tenga cuidado”). Los primeros eran los temas y situaciones que estaban estrictamente prohibidos. A los segundos no se los consideraba demasiado convenientes, pero podían ser tratados si se tomaban las debidas precauciones.
Entre los don’t estaban el desnudo integral y hasta la insinuación de los órganos genitales (incluyendo los de los niños) bajo un ropaje sugestivo. El semidesnudo, cuyos límites eran imprecisos, podía tolerarse si la trama lo requería, pero entraba en la categoría de los be careful. No había que insistir en las camas, e incluso se recomendaba que los matrimonios durmieran en lechos separados de una plaza. Los personajes siempre debían estar vestidos, nunca acostados juntos, y por lo menos uno de ellos debía tener un pie en el suelo. Se podía mostrar a un hombre en calzoncillos, pero no el momento en que se quitaba los pantalones. Por razones nunca debidamente aclaradas, tampoco podía mostrarse el ombligo.
Oficialmente, el homosexualismo y la droga no existían. La blasfemia y la visión satírica de personajes religiosos estaba prohibida, y el pecado podía mostrarse, pero dejando constancia de que era pecado. Si el adulterio hubiera sido un don’t Clarence Brown nunca podría haber filmado Ana Karenina (1935), con Greta Garbo, pero los libretistas se aseguraron de que un personaje secundario informara que ese comportamiento eran incorrecto. They were careful.
Algunos artículos eran particularmente imprecisos. Uno de ellos señalaba que “abordando temas groseros, repugnantes y desagradables, pero no necesariamente malos, se deberá atender a las exigencias del buen gusto y se respetará la sensibilidad del espectador”, dejando en el aire la obviedad acerca de quién determina qué es el buen gusto y el mal gusto, o la sensibilidad de qué espectador hay que tener en cuenta, la de un libertino o la de mi difunta tía Carlota.
El Código expresaba también una preocupación por la violencia y el crimen. Las técnicas delictivas no debían ser demasiado detalladas (para no suscitar imitaciones), el uso de armas debía ser reducido al mínimo estricto (díganle eso a los directores de westerns de clase B), y hasta en las películas de guerra había que mostrar el mínimo de heridas posibles. Había que ser cuidadoso con ejecuciones capitales, estrangulamientos, la brutalidad y lo macabro (ojo con las películas de terror) y, vaya uno a saber por qué, con las operaciones quirúrgicas (“toda visión de un bisturí o de una aguja hipodérmica que penetra en la piel, toda extracción de sangre, están prohibidos”, advertía el Código), y con la crueldad con animales y niños. Se autorizaban las palmadas en el trasero, siempre y cuando las nalgas no estuvieran desnudas.
La lista era más larga, pero con lo citado alcanza para hacerse una idea. La pregunta que queda en pie es cuánto de ella se cumplió, y cómo afectó el resultado de ciertas películas. El cine social de la Warner de los años treinta manejó a menudo el tema del individuo empujado al delito por la injusticia social, despertando la simpatía del espectador hacia este. Una película como La mujer marcada de Lloyd Bacon dejó constancia de que el personaje de Bette Davis era una prostituta cuyo testimonio ayudaba al fiscal, encarnado por Humphrey Bogart, a desbaratar una banda de tratantes (transgrediendo la norma del Código que prohibía el tema de “la venta de mujeres o una mujer vendiendo su virtud”). El magnate Howard Hughes desafió las normas cuando presentó su película El proscripto (1943), un mal western cuya mayor fama deriva de los suntuosos pectorales de su protagonista femenina, Jane Russell, aunque nadie parece haber advertido la entrelínea gay establecida entre los personajes de Walter Huston y Thomas Mitchell, que era más provocativa, y se salió con la suya. La comediante Mae West, que era su propia libretista, tenía su propia técnica para burlar a los censores: tras terminar su libreto, agregaba tres o cuatro escenas que iban a resultar inaceptables, negociaba con los administradores del Código su supresión, y filmaba en definitiva lo que se había propuesto. El Código también advertía que “el tráfico clandestino de drogas y uso de estas no serán mostrados”, pero de hecho el tráfico fue el tema de Mercaderes de la muerte de Laslo Benedek en 1949, y la adicción misma fue mostrada en El hombre del brazo de oro (1956) de Otto Preminger. La decadencia se acentuó en los sesenta, cuando ya se pudo hablar de lesbianismo —La mentira infame (1962) de William Wyler) y entrar en un bar gay —Tormenta sobre Washington (mismo año) de Preminger—. Después llegó el año 68, y el Código murió de muerte natural.