Alfredo Goldstein: “Los universos paralelos, esa es la exploración de Belbel en esta obra…, pero nunca abandona la sensibilidad, el humor y la incapacidad de entender qué pasa en nuestra mente y en nuestros recuerdos”

Teatro / 2 mayo, 2024 / Luis Vidal Giorgi

Alfredo Goldstein, desde los años ochenta, es un director prolífico, que ha puesto en escena obras en varias salas montevideanas independientes y estatales, con un interés marcado por la dramaturgia contemporánea. Asimismo, tiene su formación y actividad docente en literatura, y ha sido crítico teatral, lo que lo habilita a tener una visión profunda de los textos a dirigir. En esta ocasión estrena, en el Teatro Circular, una obra del hoy consagrado,
pero siempre innovador autor Sergi Belbel.

-Sergi Belbel, el dramaturgo catalán, desde muy joven impactó en la escena con su escritura polifónica y sus personajes envueltos en relaciones ambiguas, en las cuales los aparentes diálogos superficiales por debajo expresan una mayor densidad psicológica, por momentos turbia, por momentos diáfana.
Para ti, que has visto varias de sus puestas, ¿cuáles serían las características del teatro de Belbel?

-Después de un García Lorca o un Valle-Inclán, el teatro español entró en una crisis profunda. Salvo la figura de Buero Vallejo, quizás una dramaturgia a reexplorar o descubrir, durante varias décadas imperó la comedia liviana,
muchas veces bien dialogada, con personajes fácilmente identificables, que, además, podían ser permitidas en la época franquista. Claro que hubo nombres aislados, que en un par de obras se despegaron del resto, pero tuvo
que llegar una generación posterior que rompiera los moldes, y en particular, la aparición de Sergi Belbel fue un terremoto con su teatro absolutamente provocador, lleno de imprevistos, con estéticas que variaban obra a obra, que
podía nutrirse de otros clásicos, como Caricias, sobre La ronda, de Schnitzler, pero que hablaba de una contemporaneidad más cercana al posmodernismo, con sus valores trastocados, sus superficialidades, sus desencuentros entre el amor y el sexo, los problemas graves de comunicación entre la gente que piensa que está más comunicada que nunca —Móvil, por ejemplo—, pero, sobre todo, cuestionando una realidad que no parece, a simple vista, unilateral, que permite múltiples lecturas, que se funde con lo cinematográfico, sin dejar de ser profundamente teatral. Siempre hay algo inquietante en las piezas de Belbel, siempre hay algo que nos trastoca, que nos hace sentir que lo oculto puede asomar en cualquier momento. La crueldad, la muerte, las pesadillas, las pasiones desenfrenadas forman parte de ese mundo caleidoscópico con el que ha poblado, en primer lugar, la escena catalana y, luego, la española en su conjunto —La sangre o Morir (o no) son otros ejemplos—. Su escritura reivindica
el catalán, pero sabe moverse entre las dos lenguas para reflejar conflictos de estos tiempos, que nos llevan a pensar lo poco que conocemos de nuestros vericuetos psicológicos.

-En una etapa con su carrera de autor y director ya consolidada, Belbel publica esta obra de sugerente título —Si no te hubiese conocido—, ya que todos nos hemos hecho esa pregunta en alguna relación amorosa. ¿Qué nos muestra acerca de las relaciones afectivas y sus posibilidades reales e imaginarias?

-Belbel se plantea cómo sería la vida de un personaje —y sus adláteres— si la elección de vida, si ese momento de bifurcación de la vida hubiera llevado a un universo distinto, a consecuencias incluso antagónicas. Eduardo, el protagonista de Si no te hubiese conocido, parte de una situación trágica: la muerte de su esposa y el sentimiento de culpa que proyecta en sus amigos. ¿Pero esa realidad vivida es la única posible? ¿Existe la posibilidad de ir atrás en el tiempo y modificar esa existencia que desemboca en tragedia? ¿Es posible que Eduardo y Elisa no se conozcan, que pueda existir un final feliz, que la vida no dependa netamente de una elección crucial ni del destino o del azar que anda flotando por ahí, sin darnos lugar a que podamos huir de él? Los universos paralelos: esa es la exploración de Belbel en esta obra; la física cuántica está en su base, pero sobre todo en su estructura, que va y viene en el tiempo, que se nutre de realidades alternativas que llegan a diferentes puertos. Y todo lo hace con una sencillez dialógica digna de los grandes. Porque los cuestionamientos afectivos no precisan una agudeza intelectual a cada paso. Porque un beso dado en la niñez puede ser trascendente, pero hace falta tiempo para darse cuenta. Porque una elección en los estudios puede derivar en un casamiento rutinario o en un éxito intelectual. La obra transcurre rápidamente durante más de treinta años, exige a los actores ir hacia atrás y hacia adelante todo el tiempo, exige un juego
de espejos que incluso pueden invertirse, pero nunca abandona la sensibilidad a flor de piel, el humor que sale incluso de las situaciones más duras, la incapacidad de entender qué pasa en nuestra mente y en nuestros recuerdos.
Quizás, como en Muerte de un viajante, de Miller, todo lo que pasa en Eduardo —y la presencia o ausencia de Elisa, Óscar y Clara— está dentro de su cabeza, y está en él juntar las piezas del puzle que armará o no la parcela de su vida.

-¿Señalarías alguna frase o situación significativa de la obra en la que se reflejen
esos encuentros y malentendidos amorosos?

-“El amor es lo que sentís por esa persona con quien compartís aquel momento de la vida en que ya lo hiciste todo, en que solo te preocupás del futuro de los hijos que tuviste y en que ya podés morirte en paz”. Y en ese amor, a Eduardo le va la vida, como dice en una escena.

-¿Algo más que quieras agregar sobre la puesta en escena?

-Es de una enorme dificultad para el director, los actores y los artistas que cubren los rubros técnicos. El desafío de estos tiempos pasados, futuros y presentes en un espacio como la sala 2 del Circular exige una elección estética,
una apelación a elementos esenciales, a pequeños cambios que responden físicamente a grandes cambios en la realidad afectiva. Los actores viven en el eterno subibaja de sus personajes, porque las repeticiones y las decisiones que varían el curso de los acontecimientos obligan a una dinámica permanente, a dejar claro que nunca las cosas son como parecen, y poniéndole al espectador la interrogante central. ¿Qué habría pasado… Si no te hubiese conocido? Los caminos pueden ser antitéticos, pero la responsabilidad personal o la acción externa de un orden difícil de captar hacen que los actores, casi sin tiempo, se permitan sobrevolar épocas, soportar dolores, separaciones, reencuentros,
accidentes de auto que se suceden una y otra vez con víctimas que van rotando, infidelidades, encuentros fortuitos que se nutren de recuerdos, y todo en medio de ciertas melodías que apelan a lo melancólico o a algunos tópicos de las películas románticas. “A kiss is still a kiss?” Habrá que verlo…

-Estás dirigiendo en forma permanente, con varios estrenos recientes en distintos teatros, por otro lado, también vas a dirigir próximamente a El Galpón, nada menos que con Ubú Rey. ¿Cómo ves la situación del teatro montevideano, en sus propuestas y en su relación con el público?

-Creo en nuestro teatro de manera fervorosa. Creo también en cierta atomización que provoca la proliferación de espectáculos teatrales con gente muy nueva junto a otra experimentada. Creo que hay nombres en el candelero
que se repiten y que obtienen mejores posibilidades de montaje y difusión. Pienso que habría que democratizar mucho más el acceso de los teatristas a los medios, a los apoyos, a los festivales, de manera más abierta. Mientras tanto, el movimiento se hace andando. Y este año tuve la posibilidad de concretar el sueño de dirigir la adaptación de La balada de Johnny Sosa, de Mario Delgado Aparaín, una experiencia inolvidable y que esperemos pueda volver al ruedo.
Ahora, con este estreno de Belbel, con el elenco del Circular —con Paola Venditto, Gustavo Bianchi, Soledad Gilmet e Ignacio Estévez—, en sus siete décadas, puedo acercarme a un texto de este catalán talentoso, después de más de un intento en el pasado. Y además de reponer el grotesco Los Nabos, de Daniel Dalmaroni, en La Candela, llegar a la Sala Campodónico de El Galpón, en sus setenta y cinco años, nada menos que con Ubú Rey, de Alfred Jarry,
es una aventura sumamente riesgosa y que me merece el miedo necesario para abordarla. Es una obra que siempre quise protagonizar y ahora se me da la oportunidad de dirigirla. De una vigencia inusitada, y más en estos países
americanos con permanentes rupturas del orden institucional, esta feroz creación de Jarry nos permitirá lanzarnos al desenfreno y a la capacidad de asociarlo con realidades más que cercanas. Esa será otra historia.

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