Algo raro está ocurriendo con la cultura contemporánea cuando la libre adaptación de la historia de los orígenes de uno de los más famosos villanos del cómic se convierte en el tema del debate principal del año. La película en sí misma (Guasón) vale la pena, pero conviene también atender a esos daños colaterales.
Hay una controversia real y otra fabricada en torno a Guasón, la película en la que Joaquin Phoenix interpreta al más notorio enemigo de Batman. La fabricada es fácilmente reconocible, se originó en los Estados Unidos, y ha sido replicada en las redes sociales de todo el planeta. No es difícil advertir que esa pseudocontroversia ha sido digitada por trolls de diversos formatos y colores, probablemente al servicio de la empresa Disney, que tiene los derechos de los superhéroes de Marvel y ha venido metiendo la pata en la fabricación de blockbusters a lo largo de los últimos tres o cuatro años, imponiendo a fórceps una agenda feminista en casi todo lo que toca (desde la saga Star Wars hasta la reinvención del Capitán Marvel en Capitana), para indignación de una mayoría de aficionados sensatos. La sólida culminación de la saga de los Avengers es la excepción a la regla.
Admitamos que a sus competidores de Warner/DC no les estaba yendo mejor. El encuentro de Superman, Batman, la Mujer Maravillla, Aquaman y otros disfrazados menores descendió rápidamente a la mediocridad de La Liga de la Justicia, que parecía un capítulo caro de la serie animada sabatina de los Superamigos. Únicamente la versión solitaria de La Mujer Maravilla se salvó de esa cadena de desastres, pero es de temer que sea un caso aislado.
Entonces aparece Guasón y rompe todos los esquemas. Una película de costo relativamente bajo, con pocos despliegues de acción física, ninguno de efectos especiales, y un énfasis en la psicología de su personaje. El resultado puede integrar ese selecto grupo de adaptaciones de cómics que no ofenden la inteligencia del espectador, y que está integrado por Watchmen, Logan, Batman el caballero de la noche y casi nada más. Súbitamente la película se convierte en un éxito de público, y por lo menos una parte de la crítica reconoce sus virtudes. Entonces llega la orden del comité de productores de la empresa: ¡Destruyan esa película! ¡Es una apología de la violencia, la glamourización de un asesino, un peligro social que debe ser cancelado! A casi nadie parece habérsele ocurrido que los mismos argumentos pueden esgrimirse contra casi todo el cine de Hollywood actual, desde Tarantino a la saga de John Wick y las películas de Rob Zombie, que no generan protestas. Las redes sociales y los periodistas distraídos se suman a la campaña. Entre tanto, Disney encantada (al menos hasta que el éxito le cayó como una bofetada), y Warner/DC también. La controversia ha terminado por favorecer a la película.
De más está decir que todas esas tonterías esconden una controversia real que valdría la pena poner sobre el tapete: ¿qué porcentaje de culpa tiene el cine violento sobre la conducta violenta de la gente? Por supuesto, alguno tiene, aunque bastante menos de lo que suele pensarse. Casi nadie sale de ver una película violenta y empieza a matar gente, como casi nadie termina de ver un episodio de la serie de la BBC sobre el Padre Brown y sale con ganas de convertirse en sacerdote que investiga asesinatos. La conducta humana es imprevisible.
Concluido el editorial, corresponde referirse a la película misma. También a ella se le han dirigido objeciones válidas y de las otras. Una de las más graciosas es la de que se trata de un plagio de Taxi Driver y El rey de la comedia de Scorsese (¿no sería mejor decir homenaje?), y que su falta de originalidad argumental en ese aspecto la invalidaría artísticamente. La película ya se había adelantado a esa objeción ofreciendo un papel secundario a Robert De Niro.
El director Todd Philips, cuyos antecedentes (la trilogía cómica ¿Qué pasó ayer?) no auguraban nada bueno, y especialmente el formidable protagonista Phoenix se han tomado las cosas más en serio. Hacen de su protagonista una víctima de una sociedad agresiva y hostil, pero no le echan la culpa a esa sociedad de todas las atrocidades que comete el personaje. Saben con Ortega y Gasset que uno es uno y su circunstancia.
Y justamente la descripción de la circunstancia es uno de los fuertes de la película, el esmero en la recreación de una Ciudad Gótica ochentosa que remeda el costado más feo y desagradable de Nueva York. Ese marco resulta un adecuado fondo para el despliegue del arco dramático del protagonista, que al principio es agredido por una patota callejera, trata de ser aceptado como cómico de stand up pero tiene el grave defecto de no ser gracioso, padece (o finge) una enfermedad que lo hace reír en los momentos más inadecuados, y termina convirtiéndose en un criminal. No es cierto que en ese proceso despierte las simpatías del espectador: este puede comprenderlo (como se puede comprender a Hitler) pero no justificarlo. Una apuesta: Phoenix va a figurar entre las candidaturas al Óscar como actor, y puede ganarlo.