
Casi nadie discute que los años veinte fueron los de la culminación del cine como arte mudo. Es la década que conoció lo mejor del expresionismo alemán y del clasicismo soviético, la afirmación de varios escandinavos y hasta el nacimiento (con Flaherty) del documental como forma artística. Fueron también los años en los que Hollywood fortaleció mecanismos creados en la década anterior, y conquistó el mundo.
Curiosamente, existe todavía en ciertos círculos el prejuicio intelectual de que, en términos artísticos, ese Hollywood valió menos que Alemania o la Unión Soviética. Es un error que puede desmentirse con cualquier repaso de lo mejor de Chaplin (La quimera del oro), Keaton (Sherlock Jr., El maquinista de la General y otra media docena de obras maestras), King Vidor (a quien Eisenstein admiraba, y viendo su Y el mundo marcha se entiende por qué) o Josef von Sternberg (en cuyas La ley del hampa y Los muelles de Nueva York está todo lo que el realismo poético francés haría diez años después); o las importaciones europeas que incluyeron a gente como Victor Sjöstrom (que hizo en Estados Unidos su mejor película, El viento), Ernst Lubitsch (que en 1926 logró la proeza de realizar una admirable versión muda de El abanico de Lady Windermere), Friedrich W. Murnau (cuyo Amanecer, rodado también en Estados Unidos, figura en la lista de las diez mejores películas de la historia en la encuesta decenal de la prestigiosa revista Sight and Sound) entre los directores; a Emil Jannings, Greta Garbo o Lars Hanson entre los actores, y muchos nombres más. Hacia fines de la década, la irrupción del cine sonoro cambiaría las reglas del juego: hubo géneros que desaparecieron (el slapstick o película de golpe y porrazo fue sustituido por la comedia sofisticada), hubo actores cuyo mal inglés obligó a volver a sus países de origen (Jannings) o a encarnar papeles “exóticos” (Bela Lugosi), e iniciados los treinta la instalación de la censura (que prácticamente no existió hasta 1934) y las modificaciones que los progresos técnicos introdujeron en el lenguaje generaron un período de transición que conoció algunos problemas.
Pero hacia, digamos, 1925 todo eso era historia del futuro. Mary Pickford y Douglas Fairbanks reinaban en el universo del amor y la aventura, Cecil B. DeMille estaba inventando la comedia mundana que los libros suelen atribuir a Lubitsch (quien, incidentalmente y sin casualidad, ocupó durante un período en Paramount el mismo puesto de DeMille: el de director creativo), y Rudolph Valentino introdujo un tipo de amante exótico y, accidentalmente, reveló lo impensable: que las estrellas no eran inmortales (su muerte prematura en 1926 fue un acontecimiento mundial).


