Historia del Cine

El papel del productor.

Cine / 28 junio, 2018 / Guillermo Zapiola

Con cierta facilidad, los críticos han adjudicado históricamente a los productores el papel de villanos empeñados en bloquear la creatividad de los directores, esos genios. Conviene establecer matices.

Cada vez que un cronista cinematográfico tiene que ejemplificar la relación entre un productor y un director, el primer ejemplo que sale a relucir es el de Erich von Stroheim e Irving Thalberg; el primero, autor de algunos clásicos del cine (Avaricia, La marcha nupcial, La reina Kelly), y el segundo, importante ejecutivo de la Metro. Todo el mundo sabe que con Avaricia Stroheim quería una película de ocho o nueve horas y Thalberg lo obligó a cortes tan radicales que el cineasta se negó a reconocer el resultado distribuido. Pocos años después, Stroheim renunció a su carrera de director y se limitó a desempeñarse, a menudo con talento, como actor.
La historia es verídica pero sería un error simplificarla en una fábula de Buenos y Malos, donde el bueno sería Stroheim y el malo Thalberg, empeñado en dañar la carrera del otro. Es cierto que Stroheim era un genio del cine, pero también un irresponsable con una fantástica capacidad para despilfarrar dinero ajeno (se empeñó en que en una de sus películas mudas los timbres de hotel a usarse en una escena sonaran realmente, aunque nadie iba a oírlos, probablemente para crear un clima para sus actores), y hay que preguntarse también si Thalberg no tenía razón al pensar que una película como Avaricia, brillante pero sórdida, oscura y pesimista, difícilmente iba a ser soportada por más de tres espectadores durante nueve horas. Por otro lado, es innegable que Thalberg estuvo detrás de algunos de los más importantes esfuerzos de prestigio de la Metro, y que la calidad no le era indiferente. Es demasiado fácil, pero injusto, convertirlo en el malo de la película.
Ese ejemplo es apenas uno entre muchos, y debería servir para llamar la atención sobre el papel del productor en la realización de una película, sobre todo en los tiempos muy compartimentados del “cine de estudios”. De Cahiers du Cinema para acá, los cinéfilos han hablado con demasiado frecuencia de los directores como “autores” de sus películas, pero esa es una verdad a medias. Hay que tomar en cuenta otros factores, desde las políticas empresariales de cada compañía a la personalidad individual de algunos productores. Un ejemplo egregio es, por cierto, David O. Selznick, a quien corresponde otorgar principalmente la autoría de Lo que el viento se llevó, más allá de los cuatro directores y los varios libretistas que fueron cambiando a lo largo de la producción.
Pero un ejemplo menos divulgado, y acaso más significativo, puede ser el de Darryl Francis Zanuck. Nacido en 1902, Zanuck estuvo vinculado a Warner a fines de los años veinte y comienzos de los treinta, se convirtió en ejecutivo de la empresa Twentieth- Century en 1933, y en 1935 logró la fusión de esa compañía con la Fox, fundando 20th Century-Fox y convirtiéndose en su vicepresidente.
Aunque no figura en los créditos, Zanuck fue, en Warner, supervisor de producción de El cantor de jazz (1927), la película que inauguró el cine sonoro, y luego estuvo detrás de la consolidación del género de gangsters (El pequeño César de Mervyn LeRoy, El enemigo público de Bill Welllman, ambas de 1931) y de otros ejemplos de “atención social” de la empresa (Esclavos de la tierra, 1932, sobre la situación de los campesinos en el Sur de los Estados Unidos; 20.000 años en Sing Sing, 1933, sobre abusos carcelarios), que continuaría en esa línea cuando Zanuck se fue de ella.
Pero tanto en 20th Century como en la posterior y fusionada Fox, Zanuck siguió mostrándose adepto a cierto realismo social en títulos como Dinero sangriento (1933), aspiró al cine “de prestigio” basado en clásicos literarios (Los miserables, 1935, de Richard Boleslawski), y apoyó a John Ford en cosas como El joven Lincoln (1939), Al redoblar de tambores (1939), Viñas de ira (1940) y Qué verde era mi valle (1941).
No es difícil detectar también el interés de Zanuck por reflejar (no siempre muy exactamente) diversos períodos de la historia y la vida de personajes famosos, desde La casa de los Rothschild (1934) hasta Los amores de Cellini (1934), desde Clive de la India (1935) a El cardenal Richelieu, o diversos héroes y antihéroes de la historia norteamericana, entre ellos el doctor Samuel Mudd, (Prisionero del odio de John Ford, 1936), el bandido Jesse James (muy romantizado en Tierra de audaces, 1939, de Henry King) o el frontiersman Buffalo Bill, y una insistencia en problemáticos cuadros familiares (En el viejo Chicago, Viñas de ira, Qué verde era mi valle, Cuatro hijos). Luego de la guerra insistiría con temas como el antisemitismo (La luz es para todos, 1947), o el racismo (Lo que la carne hereda, 1949), el error judicial (Yo creo en ti, 1948) o el crimen organizado (Mercado de ladrones, 1949), el cine “de prestigio (La malvada, 1950) y en muchas otras cosas. Por supuesto, varias de esas películas deben también a sus autores —Ford, Elia Kazan, Joseph Mankiewicz o Jules Dassin—, pero conviene no perder de vista el nombre de Zanuck. O, en general, de los productores.

 

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