Columna de cine

Valioso documental

Cine / 4 septiembre, 2018 / Por Guillermo Zapiola

Por razones que tal vez corresponda a los sociólogos analizar, el documental uruguayo parece estar pasando por un período de auge. Aquí se comenta uno de los mejores y más recientes.

Si el autor de esta nota no fuera un perfecto burro (dato del cual ha dado abundantes pruebas en el pasado), el mes anterior debió salir aquí una nota en la que se valoraba en forma más o menos genérica la situación actual del cine uruguayo, tomando como ejemplo varios títulos en cartelera. En el momento de intentar enviar esa nota por mail hizo clic sobre al tag equivocado, y lo que llegó a la revista fue una nota escrita el año pasado, y cuando el desaguisado fue descubierto ya no quedaba tiempo de reemplazarla por la nueva, de manera que el lío no tuvo arreglo. Hoy, la mayoría de las películas que se usaban como punto de partida para esa pretendida reflexión han bajado de cartelera, de manera que periodísticamente el texto resulta perfectamente inútil y hay que reemplazarlo por otro, aunque sobreviven de ese antecedente algunas ideas que acaso convenga retener.
Acaso hablar de “ideas” será un plural excesivo. Puede ser más exacto utilizar la palabra idea, en singular, e informar que se trata del hecho de que en los últimos meses o un poco más ha habido una proliferación de documentales nacionales que han logrado llegar a las carteleras comerciales o al circuito cultural, aunque con suerte, por cierto, dispar. La lista incluye aunque probablemente no se agote en Opera prima, de Marcos Banina; Los olvidados, de Agustín Flores; Locura al aire, de Alicia Cano y Leticia Cuba; Trazos familiares, de José Pedro Charlo; Sangre de campeones, de Sebastián Bednarik y Guzmán García; Clemente, los aprendizajes de un maestro, de Pablo Casacuberta; y seguramente algún otro que se escapa a la memoria del autor de estas líneas, cuya memoria ya no es lo que era (la vejez, le dicen).

Uno de los rasgos de ese material es que parece haber quedado atrás el obsesivo tema de la “historia reciente” y la pasada dictadura, que por supuesto importa pero que no es el único, y ya arriesgaba la repetición y el decir, una y otra vez, más o menos lo mismo. Después que se han visto dieciocho películas sobre el asunto, la número diecinueve es inevitablemente una reiteración, con otros personajes, de lo ya visto. Sobre ese trasfondo hay que ubicar La flor de la vida, de Claudia Abend y Adriana Loeff, uno de los últimos en estrenarse y también uno de los mejores. Las autoras ya tenían en su haber Hit (2008), aquel documental sobre algunos éxitos legendarios de la música popular uruguaya a la que podía objetársele por qué estaba esta canción y faltaba aquella otra, pero que estaba bien en lo que tenía, aunque uno hubiera querido que tuviera más.
El tono, el estilo y el tema de La flor de la vida es muy diferente al de ese antecedente. Las cineasta buscaron aquí (aviso en diarios mediante) personas mayores de ochenta años que consideraran que su vida había sido lo bastante interesante como para plasmarla en un documental. Se presentó mucha gente, grabaron horas y horas de material, y finalmente decidieron centrarse en un caso particular, aunque sin descartar lateralmente alusiones a otros.
La historia central tiene que ver con Aldo y Gabriela, que se conocieron en Venezuela hace casi medio siglo, formaron pareja, tuvieron tres hijos y tras muchos años de vida en el extranjero (y tras el casamiento de uno de los hijos) decidieron volver al Uruguay. Aquí, y hace no mucho, ocurrió lo inesperado. Con más de ochenta años, Gabriela decidió poner punto final a la relación.

Abend y Loeff arman la crónica de esa relación apelando a un abundante material de archivo (Aldo y Gabriela se filmaron bastante a sí mismos, sobre todo en sus años felices en Venezuela) y entrevistando en tiempo presente a los protagonistas y a otros. Lo que consiguen es una crónica conmovedora y entrañable, que invita a reflexionar sobre los giros inesperados que da la vida y exhibe una fuerza particular en su registro del comportamiento de Aldo, quien aún no ha logrado superar del todo el impacto provocado por la decisión de la mujer.
La selección del material es inteligente y la compaginación hábil, dos virtudes que suelen hacer un buen documental. Pero a ello la película añade por lo menos un mérito adicional: la capacidad de emoción que se desprende de sus mejores momentos, que evitan los golpes bajos, dejan que sus sentidos surjan naturalmente de lo que se muestra y se dice, y no llevan al espectador de la nariz para llegar a una conclusión. No hay buenos y malos en La flor de la vida, sino decisiones individuales que pueden ser correctas o equivocadas, pero sobre las cuales las autoras no emiten opinión. Si hay un villano en la película es aquel al que todos enfrentamos, no solamente Aldo y Gabriela: el paso del tiempo, el desgaste, la rutina de la convivencia, el deseo de vivir algo diferente (“La vida es aquello que nos pasa mientras queremos hacer otra cosa”, sentenció cierta vez John Lennon). Esta película puede ser una buena demostración de ese aserto.

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