Quizás esta nota debería salir dentro de un par de meses, cuando la historia que estamos contando haya entrado ya claramente en los años cuarenta: a ese período pertenece lo más valioso del director Carol Reed. Pero la trayectoria de ese cineasta británico comenzó a afirmarse en los años treinta, y acaso valga más la pena ocuparse de ella ahora, antes de pasar a algo diferente: el cine documental británico de su misma época, por ejemplo.
Es curioso. Si hacia aproximadamente 1950 se intentaba defender, pese a abundante evidencia en contra, la persistente leyenda de que el cine inglés era mejor que el norteamericano, los ejemplos que surgían casi automáticamente eran los de las adaptaciones shakespeareanas de Laurence Olivier, las comedias Ealing y las películas de David Lean y Carol Reed. Tenía menos defensores el equipo creativo más interesante del período, el tándem integrado por Michael Powell y Emeric Pressburger, demasiado excéntrico para los cultores del “todo correcto” que han sido siempre los ingleses. De más está repetir que los dos mayores talentos fílmicos que Inglaterra ha aportado al mundo (Charles Chaplin y Alfred Hitchcock) tuvieron que huir a los Estados Unidos.
Sin embargo, el paso del tiempo ha puesto las cosas en su sitio, aunque en algunos casos las cosas se han disparado al extremo opuesto. Los franceses pudieron emitir una frase lapidaria (“inglés y cine son términos incompatibles”), y el acaso aprecio crítico exagerado por algunos realizadores pudo convertirse en excesivo desprecio.
Carol Reed fue probablemente la principal víctima de esos cambios de humor, y hay una cuota de injusticia en todo ello. Como en el caso de Lean (Olivier es otra historia, porque básicamente nunca entendió el cine), es difícil desconocer la enorme artesanía y ocasional inspiración de la zona más valiosa de su obra, y los aciertos parciales que continúan pudiendo reivindicarse en el menos convincente cine que realizó en su etapa final, en el que suele haber trechos de brillo.
Nacido en Londres el 30 de diciembre de 1906 y fallecido el 25 de abril de 1976, Reed comenzó su carrera en el cine en 1927 como asistente de Edgar Wallace. Después de trabajar como director de diálogos y como asistente del director Basil Dean, debutó como director de Men of the sea (1935). Ganó reputación por sus agudas observaciones de la clase obrera, como en Bank Holiday (1938), La avalancha (1939), inspirada en la novela de Cronin Las estrellas miran hacia abajo (un agudo ejercicio de “atención social” sobre la difícil existencia de los mineros británicos del carbón que de algún modo anticipa la superior Qué verde era mi valle de John Ford), y Kipps (1941), sobre novela de Herbert George Wells que el cine repetiría luego mediocremente en clave de musical (Seis monedas por tus sueños, 1967, director George Sidney, con Tommy Steele y Julia Foster). En 1940 contribuyó al esfuerzo de guerra con el “thriller” Gestapo, donde no era difícil detectar influencias hitchcockianas. Durante la Segunda Guerra Mundial, trabajó para el Army Kinematograph Service e hizo la película de propaganda Temple de acero (1944), con David Niven. También codirigió con Garson Kanin, La verdadera gloria (1945), documental ganador del Oscar.
El período de apogeo de Reed llegó empero luego de la Segunda Guerra Mundial, durante el cual aportó un puñado de películas brillantes, la primera de las cuales fue probablemente Larga es la noche (1947), drama de un combatiente del IRA (James Mason) herido durante un asalto, que busca ayuda, no la encuentra, y termina muriendo debido a la indiferencia ajena. El éxito de ese film originó un contrato con el productor Alexander Korda, para el que dirigió cinco películas, entre ellas sus dos mejores, El ídolo caído (1948) y El tercer hombre (1949), en las que el guionista Graham Greene jugó un papel fundamental aunque todo el mundo crea que en la segunda de ellas el principal aporte creativo corrió por cuenta de Orson Welles, quien aportó el memorable villano Harry Lime (aunque hay que recordar también el obsesionante comentario musical a cargo de la cítara de Anton Karas, y por lo menos una línea memorable: “Italia tuvo a los Borgia y sus crímenes, y las maravillas del Renacimiento; en setecientos años de paz, Suiza solamente inventó el reloj cucú”; Welles reconocería más tarde que la frase era errónea: el reloj cucú fue inventado en Baviera).
Para la vieja polémica acerca de las relaciones entre la literatura y el cine, ambas películas aportan elementos reflexivos interesantes. La primera de ellas modifica el cuento original de Greene con su historia acerca de un adulterio y el desencanto de un niño antela conducta impropia de los adultos. La segunda fue escrita directamente para el cine (Greene la convirtió después en una nouvelle), y las dos deben figurar entre lo mejor que el escritor británico haya hecho para la pantalla. Sus novelas han tenido por lo general penos suerte, confirmando que las narraciones extensas sufren en el traslado: lo que el cine suele proporcionar es el esqueleto de una anécdota, perdiendo por el camino lo que realmente importa.
La carrera de Reed durante los años cincuenta y después no es tan destacada, aunque tiene algunas cosas mejores de las que cree la leyenda. El otro hombre (1953) fue un intento de recuperar el clima de sospechas e intriga internacional de El tercer hombre pero resultó comparativamente menor. Trapecio (1956) fue un competente pero no memorable melodrama circense fabricado para lucimiento de sus estrellas (Lancaster, Curtis, Lollobrigida). La llave (1958) fue un melodrama de marinos en la Segunda Guerra Mundial, que funcionaba a nivel documental (la peligrosa vida a bordo) y naufragaba en su estudio de personajes enamorados de Sophia Loren. Con Nuestro hombre en la Habana (1959) volvió al espionaje y a Graham Greene, en clave de comedia dramática y con resultado mediano. Lo mejor de la pasable biografía de Miguel Angel La agonía y el éxtasis (1965), con Charlton Heston, fue casi seguramente el fino retrato del papa Julio II proporcionado por Rex Harrison. Algo después el tío Oscar se acordó de Reed, premiando la mejor de sus últimas películas, Oliver! (1968), espléndida adaptación musical del Oliver Twist de Dickens.