Historia de teatro

Ruben Deugenio

Teatro / 26 marzo, 2018 / Héctor Spinelli

Se afirma que el teatro es uno de los fenómenos artísticos más completos y relevantes de la cultura humana. Hoy, en el 2016, nos cuesta confirmarlo, ni siquiera nos animamos a definir qué es teatro actualmente. Las nuevas formas, la industria del entretenimiento y la cultura de la imagen, no nos permiten ver con claridad de qué estamos hablando. El teatro, tal como lo entendíamos en el medio siglo de nuestro paisito, ya no es evidente, tampoco parece ser necesario.

Pero no tomo al azar el medio siglo. Los años cincuenta son claves para el desarrollo de un teatro nacional con el surgimiento de una veintena de elencos amateur, la creación de la Comedia Nacional en 1947, y el tan esperado autor nacional.

Diez años antes, gracias a las inquietudes de estudiantes normalistas y algunos empleados de la fábrica del Gas, nace Teatro del Pueblo, en 1939 El Galpón, y luego una veintena de elencos. Con ellos surge el Movimiento Teatral Independiente que se agrupa en una federación, y toma como principios: el concepto de que el teatro es una actividad al servicio de un texto y no de divos; la frecuentación de un repertorio de arte; la existencia de una crítica exigente; y un teatro de finalidad social y cultural, no comercial.

La presencia de estos factores hizo de la actividad teatral, en el curso de las décadas siguientes, una de las más altas manifestaciones de la cultura nacional. Y he utilizado la palabra nacional muchas veces. Porque tan pegado está el teatro a la historia, al desarrollo social de un pueblo y a su identidad, que no podemos negar que de ese movimiento surgirá un tipo de creador artístico —actor, director, autor dramático— comprometido con el momento histórico que su pueblo vive. Baste pensar en Florencio Sánchez para ver cómo era la sociedad rioplatense a principio del siglo XX. Aun sus textos naturalistas menos conocidos se elevan con la fuerza de una denuncia de gran actualidad. Por ejemplo, la situación de la mujer en nuestra sociedad en textos como La pobre gente o La tigra.

Al principio de los años sesenta, Ruben Deugenio estrena Quiniela y El ascenso por Teatro La Farsa. Durante la década anterior y hasta la dictadura, Deugenio integra un núcleo importante de autores dispuestos a llenar ese vacío y construir un teatro uruguayo, como es el caso de Jorge Blanco, Carlos Denis Molina, Andrés Castillo, Elzear De Camilli, Juan Carlos Patrón, Ernesto Pinto, Luis Novas Terra, Mauricio Rosencof, Juan Carlos Legido, Mario Benedetti, Rolando Speranza, César Seoane, Alberto Paredes, Carlos Maggi, Jacobo Langsner, Milton Schinca, Antonio Larreta, Víctor Leites y Mercedes Rein.

El teatro de Deugenio no es un lugar de combate, de denuncias, pero su compromiso social está presente en la medida que reconstruye, en el “naturalismo”, con gran sensibilidad y profundidad nuestra sociedad en el medio siglo. Quiniela y El ascenso, obras contemporáneas de Poemas de la oficina de Benedetti, representan al uruguayo medio de nuestra pequeña Arcadia, que está esperando ese milagro que lo saque de la pobreza, un providencial ascenso, en un país de empleados públicos.

Para que este movimiento, que consolida su arranque en los cincuenta, acceda a formas de madurez, debe recorrer el camino de una doble exigencia: 1) La maduración estética del instrumento teatral; 2) La recuperación del público.

Si bien es cierto que cuando se emprende la tarea teatral es preciso contar ante todo con el autor, en el proceso histórico del teatro el autor es el último en aparecer. El teatro no empieza con Esquilo, sino con las formas dinámicas del culto dionisíaco así como Goldoni sería inexplicable sin la Commedia dell’Arte. Un espectáculo teatral nace en el texto, pero el autor, para escribir ese texto, tiene que haber incorporado previamente las formas técnicas que posibiliten la representación. El texto dramático es un punto de partida, sustituye a la tradición, al culto, al diálogo con Dios de la danza primitiva.

Para que esto ocurra, la obra deberá transmitir, expresar, la realidad actual ante un espectador contemporáneo. El autor dramático “organiza” ese mensaje. Y cuando volvemos a los clásicos es porque hay en ellos factores que encontramos vigentes. Arthur Miller escribió: “el teatro no puede desaparecer porque es el único arte en el que la humanidad se enfrenta a sí misma”.

La obra de Ruben Deugenio se extiende generosamente a través de distintos medios durante los años cincuenta y sesenta. En 1957, Deugenio publica cuentos en el El Día, en el suplemento de El País y en El Plata, y gana un concurso de narrativa organizado por la revista Número, y, en 1958, un segundo premio con el volumen Los paraísos y otros cuentos, organizado por el Consejo Departamental de Montevideo. En 1959 estrena Quiniela y El Ascenso, obras en un acto, por las que obtiene una mención de la Casa del Teatro. Mientras tanto adapta para la radio oficial cuentos de Maupassant, Pirandello y Wilde, que son radioteatralizados.

En 1961 se estrena l6 años y una noche en Sala Verdi por la Compañía Florencio Sánchez, seleccionada posteriormente para las Jornadas de Teatro Nacional del mismo año.

Capítulo aparte son sus trabajos para la televisión, en tiempos en donde estaba presente en la pantalla chica el autor y el actor uruguayo. Escribe La oficina, Los de al lado, adapta sainetes para Canal 4, y en 1964 comienza a adaptar, para el canal oficial, cuentos de Faulkner, Twain y O. Henry, entre otros.

Presenciar una obra abarca una relación litúrgica del actor y los espectadores, es casi imposible no conectarse emocionalmente con el ser humano que desde el escenario nos transmite su visión de la historia. El buen teatro habla de identidad y refleja, como un espejo, la realidad en que vivimos. El hecho social se hace teatro; los sucesos que lo determinan son representados en un escenario, y desde que el mundo cuenta con memoria, el arte de la representación es necesario, pues, a través de la ficción, nuestra realidad se torna entendible. La aspiración de los pueblos, la vida misma, es materia de teatro, y la experiencia teatral, desde tiempos ancestrales, está presente como única forma de entender la realidad que nos rodea.

Los chamanes, los sacerdotes, los grandes juglares, los hechiceros y sabios, así como los oráculos de civilizaciones perdidas, se valían del arte de la representación para transmitir el vínculo del hombre con los dioses, era la forma de explicar los fenómenos más inauditos y bellos que proveía la naturaleza, la vida, los pesares propios del existir. El actor es el juglar del alma, pero sus palabras y actos han nacido de un autor que ha interpretado el mundo que pasa a través de su mirada. De eso se trata cuando hablamos de un autor como Ruben Deugenio.

Quiero detenerme finalmente en Ana en blanco y negro, escrita por Ruben a principios de los sesenta y estrenada por la Comedia Nacional, con dirección de Ruben Yáñez en 1965. Es una obra naturalista basada en un cuento de Juan José Morosoli.

Ubicada en los años veinte, probablemente en la ciudad de Minas, el personaje de Ana representa el punto de confluencia de dos escalas de valores, de dos épocas, de dos mundos. Un alegato feminista que no se queda en la poesía de las mujeres de Lorca, sino que profundiza en una realidad decadente pero que avizora un cambio.

Todo el teatro de los años sesenta avizora ese cambio, está en la cabeza y en la lucha de nuestra gente, está en la expresión teatral como en cada una de las actividades artísticas. Preanuncian una situación que desembocó en el auge de la lucha de clases y en el ingreso del Uruguay, por fin, a la realidad de nuestra Latinoamérica.

Sabido es que el teatro es un arte efímero. Y efímera es la estela que deja en la memoria los que lo crean, actores, directores, autores. La obra de Ruben Deugenio, como del conjunto de autores de una época —que no es tan lejana—, podrá olvidarse hasta que un actor encuentre en sus palabras escritas la emoción que quieren expresar. La dictadura representó un golpe brutal para nuestra generación. Muchos intelectuales fueron asesinados, presos o condenados al exilio como Ruben Deugenio. Su exilio en Suecia junto a Rafael, su hijo, es el último acto de una historia que, sin duda, tendrá, deberá tener, un final feliz. Aplausos para el mutis de un autor compañero.

 

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