Historia del cine

Realismo poético y más: Marcel Carné

Cine / 29 marzo, 2019 / Guillermo Zapiola

Habría unos cuantos autores del realismo poético francés de preguerra a los que correspondería considerar, pero eso alargaría acaso demasiado esta serie. Conformémonos, apenas, con dos de ellos (Marcel Carné y Julien Duvivier), y dediquemos esta nota a Carné.

La curva de aprecio y desprecio crítico sufrida por Marcel Carné puede constituir casi la metáfora de cómo las generaciones posteriores vieron el cine del realismo poético de preguerra. Hacia, digamos, 1945, Carné era prácticamente un maestro indiscutido, el hombre que había hecho El muelle de las brumas, Amanece o Los visitantes de la noche. Quince años después, tras la eclosión de la Nouvelle Vague, se lo consideró un cineasta anticuado y polvoriento, que trataba de ponerse al día desesperadamente ensayando nuevos caminos y se equivocaba casi siempre. Algo de cierto había en ello, pero de ahí a decretar que su cine nunca había importado era dar un paso demasiado apresurado que se dio. Una vez más, el paso del tiempo ha vuelto a poner las cosas en su sitio. Cundo hace unos seis o siete años la revista Cahiers du Cinéma confeccionó su lista de las cien películas más importantes de la historia, entre las diez primera. Veinte años antes, Carné no hubiera figurado en esa lista.
Nacido en París en 1906, muerto en Clamart en 1996, Marcel Carné comenzó en tiempos del cine mudo como ayudante del gran Jacques Feyder, dirigió en 1929 Nogent, El Dorado du dimanche, y en la segunda mitad de la década del treinta era ya un cineasta reconocido cuya filmografía incluía títulos como Jenny (1936), el ingenioso ejercicio de humor negro Drama raro (1937) y los sombríos dramas El muelle de las brumas (1938), Hotel del Norte (1938) y Amanece (1939). Los tres últimos títulos, en particular, constituyen uno de los bloques más representativos del realismo poético: historias ubicadas en ambientes oscuros, personajes acosados por la fatalidad (arquetípicamente, Jean Gabin), desenlaces generalmente trágicos (Bergman estudiaría muy cuidadosamente ese cine, y aplicaría sus fórmulas en varias de sus películas iniciales, como Llueve sobre nuestro amor, Barco para la India o Puerto).
A partir de Jenny, y con la excepción de Hotel del Norte (acaso sin casualidad el título menos convincente del paquete), Carné trabajó sistemáticamente con el guionista y poeta Jacques Prévert, formando uno de esos duetos que no son infrecuentes en la historia del cine y que parecen potenciar los talentos de los dos elementos de la ecuación (Vittorio de Sica y Cesare Zavattini, Anthony Mann y Borden Chase).
Durante la ocupación alemana varios cineastas franceses importantes optaron por el exilio, pero Carné se quedó. Goebbels quería que el cine francés que se hiciera fuese preferentemente liviano, superficial y si era posible estúpido, y hubo gente que siguió sus instrucciones (o hizo buena letra con los ocupantes, promoviendo la mitología de ribetes arios de El eterno retorno de Jean Cocteau). Carné y Prévert fueron más inteligentes y menos concesivos. Obviamente no podían hacer una película deprimente de ambiente contemporáneo, porque los nazis iban a darse cuenta, pero optaron por una leyenda medieval en la que el Diablo llegaba a la tierra para interferir con un amor. Cuando sus planes fallaban convertía a los enamorados en piedra, pero ni siquiera eso alcanzaba para destruir sus sentimientos: sus corazones continuaban latiendo. En París y en Montevideo entendieron perfectamente lo que significaba ese final: el corazón de la Francia eterna seguía vivo, aunque las esvásticas ondearan en los edificios públicos.
En 1945, Carné y Prévert encararon el que probablemente sea el esfuerzo creativo más importante de su carrera, Sombras del paraíso (Les enfants du paradis), un drama colectivo de duración extensa y elenco multiestelar (Jean-Louis BarraultPierre BrasseurPierre Renoir, María CasaresGérard Blain) ambientado en el universo teatral de comienzos del siglo XIX. Fue probablemente la última obra maestra de ambos, durante algún tiempo los muchachos de la Nouvelle Vague abominaron de ella, y en los años noventa un grupo de críticos y profesionales del cine francés la eligieron como la mejor película realizada en el país en todo el siglo.
Por la razón que sea, Sombras del paraíso fue la culminación de la carrera de Carné, pero también su canto del cisne. Con Prévert intentó resucitar el realismo poético en Las puertas de la noche (1946), un drama romántico ambientado en el París recién liberado que adolecía de artificio y retórica: cuando un personaje informa explícitamente a la cámara que es el Destino encarnado, la suspensión de la incredulidad se va por la ventana y no vuelve. Para el recuerdo queda un esmero fotográfico, el cuidadoso diseño de producción de Alexandre Trauner, y una canción inolvidable (Las hojas muertas) que hizo la fama perdurable de Yves Montand. Había en la película algo de poético, en efecto, pero el realismo se había evaporado. Mientras Carné filmaba algo como eso, Rossellini, De Sica, Visconti y otros italianos estaban inventando el neorrealismo.
En los años siguientes, y ya sin Prévert, Carné buscó un tono que casi nunca encontró. Adaptó a Simenon en La favorita del puerto (1950), intentó un tono fantástico y onírico en Juliette ou La clef des songes (1951), adaptó pasablemente a Zola en Teresa Raquin (1953), probó de nuevo con el romance y la fantasía en El país de donde vengo (1956). Ninguna de esas películas es despreciable, pero están lejos de sus logros mayores, y lo que vino después fue peor. Reconozcámosle que en Tres habitaciones en Manhattan (1965) le proporcionó a la excelente Annie Girardot un papel que le valió un premio en Venecia, pero la película en sí era apenas un drama sentimental muy menor. En Los asesinos del orden (1971) se sumó a la moda del cine policial-político inventado por Costa-Gavras. No estaba mal del todo, pero podía haberla hecho cualquiera, y ni siquiera justificaba la indignación del señor que se puso a gritar en medio de la proyección en el cine Radio City el día de su estreno, sosteniendo que era una película subversiva. Se despidió del cine en 1977 con La Biblia, un documental sobre los mosaicos de la Basílica de Monreale, que tampoco era gran cosa.

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