Historia del cine

Realismo poético y más: Jean Renoir

Cine / 31 enero, 2019 / Guillermo Zapiola

Hay autores que resulta difícil encasillar en una tendencia o movimiento específicos. Es inevitable vincular al francés Jean Renoir con el movimiento bautizado como “realismo poético”, pero ciertamente lo trascendió.

La prematura muerte de Jean Vigo (Cero en conducta, L’Atalante) lo dejó fuera de la carrera por el galardón de mejor cineasta de la historia de Francia. Solo dos nombres pueden comparársele: Jean Renoir y Robert Bresson (alguno podría añadir, sin exceso de injusticia, a Eric Rohmer). De Bresson habrá que ocuparse más adelante (es más bien contemporáneo de la acaso un tanto injustamente etiquetada, y en general menospreciada, Tradition de la Qualité, aunque la supere por varios cuerpos), pero tras una nota genérica sobre el realismo poético parece de recibo ampliar el enfoque y ocuparse específicamente de él.
Renoir fue, indiscutiblemente, uno de los grandes maestros del cine mundial. Sus comienzos lo vinculan con la vanguardia de los años veinte, y sus últimos films coincidieron con el afianzamiento de la Nouvelle Vague, que lo reconoció como modelo. Un resumen de su aporte creador debería atender a su concepción del cine, notoria sobre todo en el período 1935-39 que coincide con el realismo poético y que incluye títulos como Los bajos fondos, 1936; La gran ilusión, 1937; La Marsellesa, 1938; La bestia humana, 1938; o La regla del juego, 1939 (había empezado antes, en pleno cine mudo, con películas como Naná, 1926; o La pequeña vendedora de fósforos, 1928; y era ya un maestro del realismo a la altura de La chienne, 1931; o Toni, 1935), pero resulta incompleto si no se le añade su visión del hombre y su obligada deuda con el impresionismo pictórico, inevitable en un creador que portaba su apellido y cuyo padre fue un tal Auguste. No solamente algunas de sus películas son una clara prolongación del impresionismo y utilizan soluciones visuales que remiten a sus formulaciones plásticas, sino que más profundamente descubren parentescos con la pintura de su padre: el mismo gusto por marcar la trasposición del idilio del pintor y su modelo, la misma vocación por exaltar plenitudes vitales de mujeres peinándose ante espejos, lavanderas, bailarinas de cancán, sensuales descansos junto al agua que fluye (ver, por ejemplo, la magistral Une partie de campagne, 1936, que pudo haber sido filmada por Auguste si hubiera dispuesto de una cámara cinematográfica).
Incluso uno de sus temas reiterados a lo largo del tiempo (la igualdad de la gente por encima de fronteras, la capacidad solidaria de la especie) parecen prolongar la visión propuesta por los primeros impresionistas. Fue, cabalmente, un humanista, y no es casual que Orson Welles lo tuviera entre sus tres cineastas favoritos: los otros dos eran Vittorio de Sica y John Ford, otros dos humanistas y el último de los cuales, en particular, tiene varios puntos de contacto con Renoir (la misma calidez humana, la misma capacidad para pasar sin dificultades de la comedia a la tragedia en una película y a veces en una escena). El cine de Renoir es ciertamente uno de los más personales, identificable claramente consigo mismo y su sensibilidad.
En casi todas sus películas fue también libretista, ocasionalmente se desempeñó (al igual que su hermano Pierre) como actor, e impuso su particular intención plástica sobre las imágenes, una característica que fue capaz de mantener durante los años de la Segunda Guerra Mundial en los que debió emigrar a los Estados Unidos y someterse a lo que alguien ha denominado “los disgustos de la industria de Hollywood”, aunque esa afirmación responda en parte al acendrado prejuicio de los críticos contra todo lo que suene a Hollywood e ignore películas valiosas.
Quienes se empeñaron en algún momento en ver en él al militante político que nunca fue (pese a su vinculación con un proyecto como La vie est a nous, 1936, un retablo social impulsado por el Frente Popular) pudieron acusarlo después de “traicionar sus ideales”, pero a Renoir hay que entenderlo más bien como un hombre que mantenía un profundo amor por la vida y por el hombre, pero no tanto por las luchas sociales. Manuel Martínez Carril (a quien seguimos con algunas variantes en estas líneas) ha señalado correctamente que otros le pidieron sobre el final de su carrera la frescura juvenil de su período inicial, “como si sentir la vida desde la senectud y transitarla en esos términos fuera indebido”. Pero por encima de esas objeciones, Renoir llegó a ser una especie de símbolo: los estetas que inventaron el “cine de autor” tuvieron en él un ejemplo práctico de sus teorías, los jóvenes realizadores que surgieron a fines de la década del cincuenta en Francia lo esgrimieron como hombre enfrentado a las estructuras de la producción tradicional, los críticos (de André Bazin en adelante) lo utilizaron como modelo de un cine francés opuesto a las convenciones de la industria.

Esos rasgos generales son insuficientes empero para explicar cómo el cine de Renoir ha tenido esa capacidad de síntesis y exaltación de ciertos valores vitales, comunicados como un acto de confianza con el espectador, sin virtuosismos que busquen el deslumbramiento fácil, sin brillos formales que se agotan en sí mismos (como a veces le ocurría a Welles), con el lento fluir de ideas, como si el pensamiento siguiera el ritmo del agua que fluye en buena parte de sus películas (y en particular en la magistral Río sagrado, donde la corriente de agua del título es una metáfora de la existencia misma, que trae la vida, la muerte y el amor, o se los lleva).
La crítica internacional y nuestros compatriotas de la generación del 45 fueron injustos con su obra tardía, infravalorando a veces obras maestras como Río sagrado (1950) o La carroza de oro o, respetando en todo caso a French cancan (1954) por lo que tenia de nostálgico e impresionista, y simplemente ignorando títulos acaso menores pero significativos como El testamento del doctor Cordelier (1959), una de las mejores adaptaciones de la historia de Jekyll/Hyde que se hayan filmado nunca. Hubo gente que le prestó más atención, sin embargo: no solamente los franceses de Cahiers sino más lejos. Cuando estuvo en la India para rodar Río sagrado inspiró a un joven llamado Satyajit Ray, que luego se convertiría también en un maestro.

 

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