La irrupción del cine sonoro proporcionó ventajas evidentes a las industrias que tenían las patentes de las nuevas tecnologías, y atrasó a las que no disponían de ellas. Durante un período al menos, los “privilegiados” fueron, en ese orden, los Estados Unidos y Alemania, aunque la llegada de nazismo al poder en el segundo de estos países creó algunos problemas suplementarios.
El cine sonoro, que nació oficialmente en 1928 con el estreno de El cantor de jazz, de Alan Crossland, constituyó para ciertas industrias cinematográficas, pese a desconfianzas iniciales debidamente satirizadas en Cantando en la lluvia (1952), de Kelly y Donen, un gigantesco paso adelante en cuanto a atracción comercial, aunque creó también dificultades que se tardó un tiempo en resolver. El cine dejó de ser el entretenimiento universal basado exclusivamente en la imagen que cualquiera podía comprender, y comenzó a exigir que los espectadores conocieran un idioma determinado. El aumento de los costos de producción implicados en las nuevas tecnologías benefició a los países más desarrollados, que obviamente podían permitirse más gastos, y generó el atraso de las incipientes industrias nacionales de los países periféricos, que tardaron más tiempo en ponerse al día.
Había otros dolores de cabeza. Los subtítulos y el doblaje tardaron más tiempo en inventarse, y había que buscar mecanismos sustitutivos para que una película pudiera ser comprendía en los Estados Unidos, pero también en Uruguay, Suiza y Mozambique. La primera solución encontrada resulta hoy la más pintoresca: el rodaje de una misma historia en idiomas y con elencos diferentes. De ahí que, por ejemplo, junto al Drácula (1931) de Todd Browning con Lugosi, la empresa Universal impulsara un Drácula en castellano dirigido por George Melford, rodado por la noche con actores hispanoparlantes en los mismos decorados que la película de Browning. En el caso particular, y con la excepción del protagonista Carlos Villarías, un actor con menos presencia que Lugosi, el resultado es extrañamente superior. Melford no se limitó a imitar a Browning sino que siguió su propio camino, con un elaborado trabajo de cámara que supera al otro.
En otros casos los resultados fueron menos satisfactorios. Todavía es posible encontrar, por lo menos en algunas viejas versiones en VHS, los cortos que Stan Laurel y Oliver Hardy filmaron en castellano. Solamente ellos dos repiten sus personajes, mientras que los actores secundarios son otros. Es gracioso oírlos: Hardy habla un castellano aceptable aunque con fuerte acento, y Laurel (que no hablaba en absoluto el idioma) memorizó su diálogo sin tener la menor idea de lo que estaba diciendo, y a veces se nota.
En otros casos la industria se tomó más trabajo todavía. El espectacular wéstern La gran jornada (1930), que proporcionó su primer protagónico a John Wayne, fue rodado en cinco idiomas (inglés, alemán, italiano, francés y castellano), repitiendo en los papeles protagónicos a Wayne y a la dama joven, Marguerite Churchill, y cambiando al resto del elenco. Todo un trabajo, realmente.
La industria norteamericana inventó otros recursos para no perder los mercados internacionales. Una de ellas fue reclutar a actores que hablaran otros idiomas, y filmar películas dirigidas especialmente a América Latina o a algunos países europeos. El procedimiento ayudó, por ejemplo, a la fama internacional de Carlos Gardel, que fue contratado por la Paramount y filmó la mayoría de sus películas en los estudios que esa empresa tenía en Joinville, Francia (los últimos, El tango en Broadway y El día que me quieras, fueron filmados directamente en los Estados Unidos). Algo similar ocurrió con el cantante mexicano José Mojica, que llevó adelante una importante carrera en Hollywood hasta 1938, antes de que doblaje y subtítulos cambiaran el panorama y él mismo decidiera hacerse sacerdote.
Por supuesto, esa historia tiene una contracara. Actores hispanoparlantes famosos en el período mudo vieron sus carreras truncadas o afectadas tras la aparición del sonido. Tras la muerte de Rodolfo Valentino, en 1926, Hollywood inventó por lo menos tres galanes latinos para sustituirlo: el español Antonio Moreno, el mexicano Ramón Novarro (protagonista de la espectacular Ben Hur, de 1926) y, pintorescamente, a alguien a quien bautizó Ricardo Cortez, porque tenía rasgos mediterráneos aunque era realmente un judío austríaco (el cambio de nombre hizo que su hermano, que era un formidable fotógrafo, decidiera adoptar también un seudónimo, y pasó a llamarse Stanley Cortez). El caso de Moreno es el más representativo: fue realmente una estrella importante en los años veinte, pero el sonido casi acabó con su carrera: su fuerte acento lo sometió a papeles menores durante toda su labor en el sonoro, período en el que se vio reducido a trabajos secundarios (fue el campesino que orientaba a John Wayne y Jeffrey Hunter en la búsqueda de la secuestrada por los indios Natalie Wood, en el clásico Más corazón que odio, 1956, de John Ford).
Gracias a las patentes sonoras, Alemania logró conservar durante varios años una preeminencia en el cine europeo a pesar del embate nazi, que empujó a la mayoría de sus creadores importantes (Lang, Siodmak, Wilder, Ulmer, Dieterle) al exilio. Prácticamente todas las películas significativas rodadas en Europa (en especial en Francia) en los tempranos años treinta debieron hacerse, obligatoriamente, en coproducción con Alemania, y por eso de muchas de ellas hay dos versiones (una en alemán, otra en francés) con actores diferentes. Ello dio lugar a episodios por lo menos llamativos, como que los nazis presentaran una demanda por plagio contra Charles Chaplin, argumentando (con un considerable grado de falsedad) que había plagiado en Tiempos modernos (1935) algunas escenas de A nosotros la libertad (1931), de René Clair, que por las razones antedichas había sido realizada en coproducción con Alemania. El episodio se disolvió en la nada, y hasta Clair declaró que si Chaplin había extraído alguna idea de su película lo consideraba un honor.