María Polack

Actrices / 30 diciembre, 2019 / María Varela

-¿Siempre sentiste el deseo de ser actriz?

-Podría decir que sí, desde chica me gustaban los personajes y dibujaba planos con entradas y salidas de escena de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde. Debuté formalmente a los 15 años, haciendo teatro en italiano, en un grupo amateur en el Instituto Italiano de Cultura, donde aprendía italiano, con El Avaro de Molière. Desde ese momento quedé enganchada con el teatro. Después hice cursos con Roberto Fontana, Nelly Goitiño, Luis Cerminara, previos a mi ingreso a la EMAD en 1979. Recuerdo que en el curso con Berto y Nelly adapté y puse en escena el cuento Wakefield —un texto de Hawthorne—, con Claudio Ross actuando; un trabajo entre alumnos y compañeros muy gratificante. Posteriormente, ingresé a la EMAD en 1979. Trabajé como actriz en muchas obras durante bastante tiempo. Creo, que ese deseo, ahora renovado, tiene que ver con “las identidades”, como dice Ricardo Bartis en su libro Cancha con niebla, “lo interesante no es tanto la composición del personaje, sino la descomposición de la persona… cómo yo, desde ese que soy, produzco un movimiento que me hace desaparecer, para que aparezca el otro, el personaje…”.

-Además de actriz, sos dramaturga, directora, psicóloga social y gestora cultural. ¿Todos estos roles, y el conocimiento que adquiriste a través de ellos, te facilitaron tu parte creativa?

-Me parece que esas actividades se potencian entre sí, y que todas me han aportado para el desarrollo personal y profesional. Todas se conectan en algún punto y están vinculadas a la creatividad y a la necesidad. Pero yo no soy rol, soy una persona. Creo que la creatividad es lo único que nos puede salvar de la torpeza y de los “seres en serie” que “nos” produce esta sociedad, poniendo en juego recursos que a veces ni siquiera sospechamos que tenemos. En cuanto a la dramaturgia, el hecho de escribir obras para los talleres, durante muchos años, me dio una especie de oficio; a la psicología social llegué por necesidad de entender y poder manejar con mayor solvencia el fenómeno de la grupalidad con toda su complejidad. También tuve un cargo en el Consejo Directivo del SODRE, donde la necesidad de compatibilizar lo técnico con la gestión me exigió de un esfuerzo importante en todo sentido. Y finalmente, todo se conecta.

-En la Comedia Nacional realizaron una obra tuya, Malezas, bajo la dirección del maestro Jorge Curi, una historia con visos reales. ¿Cómo entra la ficción en su escritura?

-Sí, en 2006. Fue una gran experiencia trabajar con el maestro Jorge Curi y la Comedia Nacional, un entrañable ser humano, gruñón y exigente pero a la vez tierno y lleno de humanidad, sabiduría y sentido común, sencillo, tranquilo. Sobre todo me divertía cuando no estábamos de acuerdo, porque ahí, en esa aparente brecha, crecían interrogantes que siempre fueron superiores a cualquiera de las certezas que pudiera tener respecto a la obra, la puesta en escena o cualquier otra cosa. Malezas fue una obra muy querida. Si bien es una obra de ficción, tiene muchas reminiscencias de infancia, y de mis primeros años de juventud. Las relaciones familiares conflictivas, la soledad, el peligro. Los personajes, todos femeninos, dan cuenta de una realidad de mujeres, con sus luces y sus sombras. Cuando empecé a escribirla no sabía en qué iba a terminar, ni qué iba a contar exactamente; fue construyéndose, a partir de recuerdos e imaginación. Tengo aún los once borradores… En ese momento participaba del taller de dramaturgia de Luis Masci, que también fue muy importante. Recuerdo mucho a Mary Vázquez, de las reuniones y discusiones sobre los textos.

-¿Cómo ha sido tu experiencia como mujer actriz y directora?

-La dirección teatral es un tema mayor, porque a través de una puesta en escena uno está siendo también un poco dramaturgo, se juega una especie de “fidelidad consciente”, que consiste en respetar al autor dentro de la libertad que uno tiene de transgredir y de genuina toma de decisiones. El hecho de dirigir en una Institución, como fue el caso de Arizona en Teatro El Galpón (2017), hace que simbólicamente uno está trabajando con toda la institución, sean dos, como en este caso, sean cuarenta. Fue un gran desafío y compromiso. Me interesaba mucho el planteo dramatúrgico y la temática de Arizona, del español Juan Carlos Rubio, sobre problemas fronterizos entre EE. UU. y México, que en forma analógica aborda el tema de las fronteras interpersonales en la pareja, el abuso machista, los prejuicios, el poder de la religión. Creo que es muy útil poder aplicar la experiencia del actor al trabajo de dirección. Es un límite que de todos modos no debe pasarse, que la experiencia del actor/director no invada inadecuadamente espacios privativos de los actores, dejar hacer, dejar buscar, experimentar. Es una experiencia fuerte, vital, como caminar por un camino de cornisa sin saber que vas a encontrar más allá.

-Sos una mujer comprometida socialmente. ¿Considerás que los artistas deben tener un compromiso social además de artístico?

-Sí. Y eso lo experimenté muy directamente durante los 15 años de talleres de teatro tanto en los barrios, por el convenio SUA-IMM, como en colegios, trabajando con niños. Ahí, en el territorio, uno se da cuenta de manera inequívoca de que, sobre todo, uno cumple, en el lugar que sea, una función social, de reparación, de ligazón, de articulación; que la gente quiere hacer teatro, en el más puro sentido del término théatron: “lugar para ver y ser visto”; que se necesita un abordaje diferente al que se puede aplicar en los cursos curriculares académicos de actuación. El artista siempre cumple una función social, se dé cuenta o no de eso, la diferencia es que si no se da cuenta, no se apropia, no aprende ni facilita a los demás esa posibilidad de ser conscientes del fenómeno social que se produce en cada encuentro, en cada propuesta, en los ensayos y todo lo que atañe al trabajo de grupo teatral y que se desarrolla en forma paralela, indisoluble del proceso artístico y que tiene el sello y la marca de la colectividad de referencia. El arte es el reverso del espejo, es el túnel por donde cae Alicia.

-¿Qué proyectos tenés para el futuro?

-Uhhhh… Tengo proyectos, sí, algunos… El primero, terminar mi tesis de maestría en Teoría e Historia del Teatro, en Facultad de Humanidades (Udelar). En realidad no es un proyecto stricto sensu, ya que estoy en la última parte de ese arduo trabajo, sobre Decir Adiós de Alberto Paredes. Lo que sí es un proyecto es hacer una versión de La mujer Judía de Bertolt Brecht, un monólogo que lo pienso en homenaje a las mujeres de mi familia paterna asesinadas (en especial para mi abuela) en el campo de concentración nazi de Auschwitz-Birkenau, poder contarlo desde la subjetividad y la singularidad, en mi caso con el teatro como vehículo. Mi familia paterna es judía, acá hay una rama de la familia, pero la mayoría nunca vino a Uruguay. Cuando viajé a Israel para conocer a mis tres tías, conocí solo a algunos primos. Yo no soy judía, y pretendo abordar el trabajo desde esa perspectiva, desde mi propia experiencia. También me gustaría recopilar lo que escribí en tantos años de talleres y poder ordenar esa experiencia de años en una especie de manual, que pueda servir para la práctica del arte escénico en determinados contextos. Trato también de dejar espacio para cosas que puedan surgir, que en general son las que le dan a la vida ese sabor de que lo imprevisible-maravilloso siempre puede estar a la vuelta de la esquina, algo así como “el realismo mágico en la vida cotidiana”.

 

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