La trampa de Henry James

Cine / 3 mayo, 2019 / Guillermo Zapiola

Nunca ha sido fácil llevar al cine la literatura de Henry James (genéricamente: nunca ha sido fácil llevar al cine la buena literatura), y la reciente versión de Los papeles de Aspern lo demuestra una vez más.

Henry James es una trampa para cineastas. A los productores (especialmente anglosajones) suele tentarlos la posibilidad que ofrece para confeccionar una película que permita los despliegues de opulencia exterior, recreación de época, vestuarios ídem, y el aura de prestigio que otorga un autor famoso que permite convocar a elencos destacados que desean sumarse a esa fama. De ahí que un James Ivory (al igual que James, un norteamericano convertido en británico de adopción) haya recurrido reiteradamente a la obra del escritor, que se haya podido filmar Retrato de una dama, y que haya más versiones de Otra vuelta de tuerca de las necesarias, aunque una de ellas (Posesión satánica, 1962, de Jack Clayton) sea lo mejor que se haya hecho con James en cine (el puesto podría ser disputado por La heredera de William Wyler, pero no se trata estrictamente de una adaptación de la novela de James Washington Square, sino que aparece filtrada por una versión teatral intermedia).
El lío con James en el cine se resume en dos palabras: punto de vista. Quien lee Otra vuelta de tuerca recibe un punto de vista subjetivo: el de la institutriz-narradora, que cree realmente en la existencia de los fantasmas que describe. El lector tarda un poco de tiempo en advertir que es ella, y solo ella, quien afirma haber visto a esos fantasmas, y ello abre para la novela toda otra posibilidad de lectura: la de que lo que estamos leyendo es el producto de la imaginación alucinada de una perturbada, y que la verdadera historia (acaso una tragedia provocada por la propia institutriz) puede ser completamente diferente. Cuando, con la ayuda de Truman Capote en el libreto, Clayton llevó al cine la novela casi lo logra: si se presta la debida atención puede notarse que la aproximación de la protagonista Deborah Kerr a los fantasmas es paulatina, y se abre la sospecha de que su imaginación los está armando a partir de cosas que descubre durante el proceso. Naturalmente, al espectador medio el dato puede escapársele: es difícil descreer a primera vista de la existencia de algo que la imagen está mostrando. Conviene ver dos veces la película para descubrir más cabalmente sus sutilezas.
Los papeles de Aspern, cuya adaptación al cine por el francés Julien Landais está pasando bastante desapercibida, plantea problemas similares (incidentalmente, uno de sus productores es James Ivory, ese especialista en cine literario y en particular en James y Forster). El libro está contado desde el punto de vista del crítico Morton Vint (en la película, el competente Jonathan Rhys Meyers), obsesionado por la vida y la obra del fallecido poeta Jeffrey Aspern (un individuo con algo o bastante de lord Byron), y que se empeña en hacerse de los papeles del título que el difunto habría escrito y que revelarían varios de sus secretos. La búsqueda de esos documentos implica un complicado operativo de acercamiento a familiares del poeta, y especialmente el intento de enamorar a una mujer que podría facilitar sus planes. Una vez más, James no cuenta lo que ocurre en la realidad, sino en la mente del narrador: su aparente deslumbramiento amoroso por la mujer cuando cree que puede llevarlo a los papeles, su sensación de hastío y desencanto cuando descubre que acaso ello no sea posible.
Algo sobrevive y algo se pierde en esta película del francés Landais, que al igual que La heredera no adapta directamente el libro sino una versión teatral intermedia. El sutil juego de matices jamesiano sufre en la adaptación, que previsiblemente resulta más convincente en el logro de su ropaje exterior que en la exploración de sentimientos y emociones íntimas. La película convence cuando describe el acercamiento del protagonista a las dos mujeres involucradas en el asunto (Vanessa Redgrave y Joely Richardson, madre e hija en la vida real, tía y sobrina en la película), su exploración de la señorial mansión veneciana en la que habitan, algunas de las etapas de la relación entre los tres. Funciona menos en sus rupturas de la cronología y sus saltos al pasado, que intentan recuperar episodios de la complicada vida amatoria del difunto Aspern y resultan más planos, más decorativos y menos sugestivos de lo que el tema recomendaba: en sus toques de erotismo “elegante” y cierto aire kitsch hay rastros del modelo que Landais fue antes de convertirse en director (otro dato al pasar: varios de los integrantes del elenco pertenecen también al mundo de la moda).
Es típico de esta clase de películas el esmero en el envoltorio formal, y a nadie va a sorprenderle que la señorial Vanessa Redgrave domine la escena con su imponente presencia en el papel de la amante de Aspern. Ella sola vale el precio de la entrada.

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