Historia del cine

Hollywood: una culminación

Cine / 30 enero, 2020 / Guillermo Zapiola

Es posible que hayamos cometido un error. Esta nota debió salir el mes pasado, y la que se leyó entonces (Hollywood en la guerra) haber venido después. Pecado venial, en todo caso: los dos fenómenos son de hecho coetáneos, y en último término el orden de los factores no altera el producto, aunque ese sea un concepto aritmético y no histórico. En fin.

La nota anterior se centró en lo que Hollywood comenzó a hacer cuando los Estados Unidos entendieron que la guerra no era solamente un problema europeo, y que nazis y japoneses constituían un peligro real y más cercano. Pero la propaganda bélica no fue por cierto la única, y ni siquiera la principal preocupación de Hollywood hacia fines de los treinta y comienzos de los años cuarenta.
David O. Selznick incendió Atlanta como fondo para el peleado romance de Clark Gable y Vivien Leigh, Judy Garland cantó un sueño más allá del arco iris, un grupo de viajeros debió resolver sus conflictos en el interior de una diligencia que atravesaba un territorio peligroso, Emily Bronte (de haber vivido) hubiera visto la mejor versión cinematográfica de una de sus obras, Billy Wilder ensayó para Ernst Lubitsch algunas de sus mejores ironías antes de lanzarse a hacer un cine propio, Cary Grant, Douglas Fairbanks Jr. y Victor McLaglen nos convencieron de que el colonialismo era simpático. Y había otra gente haciendo cosas, desde Frank Capra a Bette Davis. La persistente leyenda de Hollywood sostiene que 1939 fue su mejor año, y para confirmarlo suele sacar a relucir el recuerdo de Lo que el viento se llevó o El mago de Oz. Ese año tuvo otros merecimientos, sin embargo, desde tres películas de John Ford (El joven Lincoln, La diligencia, Al redoblar de tambores) hasta Cumbres borrascosas de Wyler, Caballero sin espada de Capra y un etcétera de considerable extensión. No hay nada más discutible que lo discutible, y un cinéfilo de ley puede preferir otros años (Viñas de ira, El gran dictador y Hombres de mar son de 1940; El ciudadano y Qué verde era mi valle de 1941), pero hay pocas dudas de que la industria de Hollywood pasó entonces, y algunos años después, por su mejor época.
Ampliando el panorama se puede añadir que el mejor período de Hollywood se extendió de hecho durante todos los cuarenta y cincuenta: es improbable que en cualquier otro tiempo y lugar se hayan hecho tantas buenas películas como entonces en los Estados Unidos: solamente el cine italiano (con la culminación del neorrealismo y los posteriores Antonioni y Fellini) puede competir legítimamente con lo que los norteamericanos hicieron entonces. En otras cinematografías, desde la Suecia de Bergman hasta el Japón de Ozu, Mizoguchi y Kurosawa o la siempre sobreestimada Francia (pese a la hoy envejecida Nouvelle Vague), hubo por cierto talentos individuales realmente atendibles, pero la calidad promedio admite discusiones.
Los cinéfilos veteranos, siempre proclives a la nostalgia, quieren creer que el año 1939 fue el mejor en la historia de Hollywood. Si se afina la puntería se puede llegar a la conclusión que esa Edad de Oro duró por lo menos tres años (desde 1939 hasta el 1941 de El ciudadano), con picos de calidad antes y después.
Vale la pena entender cómo se llegó a esos niveles de calidad. En términos estéticos, la irrupción del sonoro a fines de los años veinte constituyó un retroceso. La cámara se inmovilizó delante de gente que hablaba, los micrófonos eran un fastidio que había que disimular dentro de faroles o floreros para que estuvieran cerca de los actores, y muchos de estos últimos venían del mudo, con una tendencia a la exageración que se justificaba cuando no podían hablar pero que dejó de tener sentido cuando pudieron hacer uso de la palabra. Alguna gente entendió muy pronto que había que librarse de esos lastres, y Aleluya de King Vidor pudo hacer uso de una dimensión hasta entonces inexistente (los silencios en medio de un mundo sonoro), los directores Tay Garnett y (en el musical) Busby Berkeley recuperaron la movilidad de la cámara, el maquillaje y el estilo de actuación se fue volviendo más natural. Cuando se ve hoy una película de 1930 o 1931 (hay excepciones) se tiene generalmente la sensación de estar ante “celuloide rancio”. Una película de 1935 o 1936 parece en cambio mucho más moderna, más allá de la antigüedad de los autos o el vestuario.
No es casual que los cineastas considerados hoy clásicos, y que ya tenían una carrera previa estimable que venía del mudo, se hicieron realmente de un nombre en esta época: la lista debe incluir a Howard Hawks, Raoul Walsh, John Ford y William Wyler, por lo menos, aunque no se agota en ellos. Y la mayoría de los nombrados realizaron algunas de sus obras maestras en 1939 y un poco después: Wyler hizo Cumbres borrascosas y pronto estaría haciendo La carta y La loba; Ford hizo El joven Lincoln, la diligencia y Al redoblar de tambores, y en los dos años siguientes añadiría Viñas de ira, Hombres de mar, Qué verde era mi valle y El camino del tabaco. En 1940 tendríamos El gran dictador de Chaplin, La hora fatal de Borzage, y todavía, un año después, un par de debutantes darían que hablar: John Huston con El halcón maltés, Welles con El ciudadano.
El hecho de que la industria cinematográfica estuviera pasando por un buen momento económico sin duda ayudó: ganaban tanto dinero que podían gastar una parte de él en proyectos arriesgados (digamos El ciudadano). La Segunda Guerra Mundial dio otra mano: de Europa llegaron primero los fugitivos del nazismo (Lang, Wilder, Dieterle, Ullmer, Siodmak) y luego varios franceses (Renoir, Duvivier), y el imprescindible Alfred Joseph Hitchcock. Varios de esos nombres harían el mejor cine norteamericano de los siguientes diez o quince años, aunque hacia 1947 enfrentarían un par de crisis: los tropiezos del sistema de estudios cuando el gobierno, aplicando políticas antimonopólicas, obligó al divorcio de las empresas productoras y las cadenas de exhibición; la creciente importancia de la televisión, que se convirtió en una competidora temible; el desplazamiento poblacional a los suburbios de las ciudades, donde había otros entretenimientos además del cine; la cacería de brujas anticomunista con la que, en el caso del cine, el senador Joseph McCarthy no tuvo nada que ver, aunque la leyenda sostenga lo contrario. Pero todo eso es el tema de varias notas por venir…

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