Historia del Cine

Hollywood: Los años veinte.

Cine / 3 enero, 2018 / Por Guillermo Zapiola

Las historias del cine suelen pasar con demasiada rapidez por sobre el Hollywood de los años veinte. Se señalan ciertos rasgos persistentes, se recuerda a los grandes cómicos y se mencionan, casi al pasar, los inicios de la carrera de algunos futuros maestros. Todo esto está bien, pero hubo otras cosas.

Casi nadie discute que los años veinte fueron los de la culminación del cine como arte mudo. Es la década que conoció lo mejor del expresionismo alemán y del clasicismo soviético, la afirmación de varios escandinavos y hasta el nacimiento (con Flaherty) del documental como forma artística. Fueron también los años en los que Hollywood fortaleció mecanismos creados en la década anterior, y conquistó el mundo.
Curiosamente, existe todavía en ciertos círculos el prejuicio intelectual de que, en términos artísticos, ese Hollywood valió menos que Alemania o la Unión Soviética. Es un error que puede desmentirse con cualquier repaso de lo mejor de Chaplin (La quimera del oro), Keaton (Sherlock Jr., El maquinista de la General y otra media docena de obras maestras), King Vidor (a quien Eisenstein admiraba, y viendo su Y el mundo marcha se entiende por qué) o Josef von Sternberg (en cuyas La ley del hampa y Los muelles de Nueva York está todo lo que el realismo poético francés haría diez años después); o las importaciones europeas que incluyeron a gente como Victor Sjöstrom (que hizo en Estados Unidos su mejor película, El viento), Ernst Lubitsch (que en 1926 logró la proeza de realizar una admirable versión muda de El abanico de Lady Windermere), Friedrich W. Murnau (cuyo Amanecer, rodado también en Estados Unidos, figura en la lista de las diez mejores películas de la historia en la encuesta decenal de la prestigiosa revista Sight and Sound) entre los directores; a Emil Jannings, Greta Garbo o Lars Hanson entre los actores, y muchos nombres más. Hacia fines de la década, la irrupción del cine sonoro cambiaría las reglas del juego: hubo géneros que desaparecieron (el slapstick o película de golpe y porrazo fue sustituido por la comedia sofisticada), hubo actores cuyo mal inglés obligó a volver a sus países de origen (Jannings) o a encarnar papeles “exóticos” (Bela Lugosi), e iniciados los treinta la instalación de la censura (que prácticamente no existió hasta 1934) y las modificaciones que los progresos técnicos introdujeron en el lenguaje generaron un período de transición que conoció algunos problemas.
Pero hacia, digamos, 1925 todo eso era historia del futuro. Mary Pickford y Douglas Fairbanks reinaban en el universo del amor y la aventura, Cecil B. DeMille estaba inventando la comedia mundana que los libros suelen atribuir a Lubitsch (quien, incidentalmente y sin casualidad, ocupó durante un período en Paramount el mismo puesto de DeMille: el de director creativo), y Rudolph Valentino introdujo un tipo de amante exótico y, accidentalmente, reveló lo impensable: que las estrellas no eran inmortales (su muerte prematura en 1926 fue un acontecimiento mundial).

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Eran tiempos turbulentos, caros, y de un optimismo febril y artificioso que se desplomó, ruidosamente, con la crisis de 1929. Tiempos de ritmo vertiginoso, Ley Seca, tableteo de ametralladoras y liberación sexual que condenaron al pasado al maestro indiscutible del período anterior, David Wark Griffith, cuyo puritanismo decimonónico pareció desfasado diez años después de haber estrenado El nacimiento de una nación. De todos modos, el cine que Griffith hizo entonces merece un poco más de atención del que suele prestársele. Su epopeya sobre la guerra de la independencia América no es indigna del maestro (y su mayor defecto es que repite recursos ya usados), y ¿No es maravillosa la vida?, pese a arreglos argumentales finales, despierta todavía respeto con su filmación in situ de la crisis de la República de Weimar. Griffith no sabía que estaba inventando el neorrealismo. Los críticos no se equivocan empero cuando señalan a Erich von Stroheim como uno de los nombres más importantes del período, y su historia tiene la ventaja de confirmar el prejuicio de que los artistas siempre son víctimas de los productores, esos malvados. En el caso de Stroheim, ese estereotipo es cierto solo a medias. Era un talento indisciplinado y un gastador irreflexivo de dinero ajeno, se empeñaba en rodar películas larguísimas e invendibles, pero también aportó al cine grados de madurez dramática que parecían impensables en el Hollywood de su época. Que se haya visto obligado a abandonar su carrera como director y continuar solo (y muy respetablemente) como actor es una de las tragedias de la historia.
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Stroheim inventó en gran medida su propia leyenda. El “von” era ficticio (no era un aristócrata, sino hijo de un sastre judío vienés), y su formación en cine (como la del otro falso “von”, Sterberg) fue estrictamente norteamericana. En 1910 emigró a los Estados Unidos cuando tenía quince años de edad, y practicó todos los oficios antes de anclar en Los Ángeles, donde fue extra para Griffith en El nacimiento de una nación. Descubierto por John Emerson, fue consejero técnico y más tarde asistente de Griffith. Rápidamente célebre como actor, su carrera como director comenzó después de la guerra con Maridos ciegos, que pronto fue seguida por el triunfo internacional de Esposas imprudentes, cruel pintura de Europa en 1919. A pesar de ese éxito (que fue objetado empero por sectores puritanos molestos por el negrurismo de su visión del mundo), Stroheim fue expulsado en pleno rodaje de Los amores de un príncipe por el joven productor Irving Thalberg, pero pronto pudo comenzar a rodar Avaricia, intensa, deslumbrante adaptación de una novela naturalista de Frank Norris que fue despedazada por la empresa productora. El propio Stroheim señalaría que aceptó hacer La viuda alegre porque “tenía una mujer e hijos que mantener”. El gran éxito de esa película le permitió todavía emprender La marcha nupcial, que nuevamente le fue sacada de las manos, y su montaje encomendado a otro: von Sternberg. Su última película, Reina Kelly, quedó inconclusa por choques con su estrella Gloria Swanson y el productor y amante de ésta, Joseph Kennedy. Pero la obra de Stroheim merece un análisis más profundo. Irá en una próxima nota.
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