Historia del cine: Realismo poético y más: la tradición de la calidad

Cine / 28 febrero, 2019 /

Por Guillermo Zapiola

Los críticos de Cahiers du Cinema y otros coetáneos colegas franceses constituyeron una generación de parricidas, y pudieron ser muy crueles con los cineastas de la generación anterior. Incluso se las arreglaron para que una expresión que la cultura francesa había promovido como prestigiosa se convirtiera en peyorativa: “qualité”. Ya es hora de poner las cosas en su sitio.

Cierta vez, el legendario crítico Homero Alsina Thevenet generó algún sobresalto al afirmar que el prestigio del cine francés de preguerra se basaba en veinte películas, un número inferior al de las buenas películas que cualquier año (incluso hoy, con lo mal que está) Hollywood puede hacer. Es posible que la cifra esgrimida por Alsina sea demasiado avara: hubo más de veinte películas valiosas hechas en Francia entre 1930 y 1940, pero distan de justificar la nostalgia de nuestras tías abuelas cuando comentaban en una reunión a la hora del té “qué lindas eran la películas francesas de antes”, y lo miraban a uno con cara extrañada cuando tenía el atrevimiento de señalar que, más allá de la maestría de Jean Vigo y Jean Renoir, el resto de los cineastas galos de la época, incluyendo los interesantes como Julien Duvivier, Marcel Carné y alguno más, no exhibían niveles de calidad superiores a los del cine norteamericano medio. No intentemos siquiera compararlos con los realmente grandes (Ford, Wyler, Hawks, Borzage, Vidor, Sternberg, los ya importados Lang o Lubitsch, Chaplin o el inminente Orson Welles), sino incluso con los sólidos artesanos que nunca posaron de “artistas” pero que eran capaces de hacer una, dos y hasta tres buenas películas por año (desde William Wellman a Henry Hathaway, desde Rouben Mamoulian hasta el prematuramente desaparecido pero prometedor Richard Boleslawski). Fue un gesto de pretenciosidad francesa acuñar la expresión cinema de qualité para etiquetar a su cine, oponiéndolo al presunto burdo comercialismo de “esos materialistas angloparlantes del otro lado del Atlántico”.
La rueda de la fortuna dio un giro completo a comienzos de los cincuenta, cuando toda una nueva generación de críticos que pronto se convertirían en cineastas (y que se llamaron Truffaut, Godard, Chabrol, Rivette, Rohmer y algunos más) abominó de casi todo lo que se había hecho en Francia hasta la fecha, reivindicó con considerable puntería a los talentos más indiscutibles (Renoir, Becker, Melville) y defenestró al resto, hasta el punto de que la expresión qualité dejó de ser un elogio para convertirse en un sarcasmo. El manifiesto más estridente de esa postura fue el ensayo publicado por Truffaut en el número de enero de 1954 de Cahiers con el título Una cierta tendencia del cine francés, que se ensañó particularmente con el veterano y frecuentemente talentoso realizador Claude Autant-Lara (autor entre otras cosas de las significativas El diablo y la dama, El trigo joven y Rojo y negro), y con los guionistas Aurenche y Bost, a quienes acusó de hacer un cine que no era cine sino literatura filmada. Leído hoy, el artículo contiene algunas observaciones inteligentes pero también bastantes falacias, bastante capricho y bastante mala leche, y puede ser todo un dato que Truffaut nunca lo reimprimió en los libros en los que reunió posteriormente su labor crítica. Es gracioso constatar, por otra parte, que un par de años después Truffaut publicó su única nota elogiosa de una película de Autant-Lara: La travesía de París. No lo dice con esas palabras, pero la idea sobrevuela: “ahora Autant-Lara está haciendo bien las cosas porque me ha hecho caso a mí”. Autant-Lara nunca se lo perdonó. Para cuando murió Truffaut, ya no hacía cine, sino que estaba en el Parlamento Europeo como representante del Frente Nacional de Le Pen, y se había convertido en un negador del Holocausto, pero tuvo tiempo para decir que Truffaut había sido “una de las fuerzas más negativas del cine francés”.
Más allá de enojos personales, las seis décadas transcurridas desde el manifiesto de Truffaut permiten comprobar que, más que un legítimo debate estético, lo que había en ese enfrentamiento generacional era una lucha por el poder: los jóvenes buscaron desbancar a los viejos y hacerse su propio lugar al sol. Desde entonces y hasta hoy, “cine de qualité” se ha convertido en mala palabra, y los más jóvenes suelen confundirlo con “película de época basada en un texto literario prestigioso y con grandes despliegues de escenografía y vestuario”, lo cual es otra burrada porque esa definición podría caberle a El gatopardo de Visconti, que juega en una liga diferente.
Pero el tiempo no pasa en vano y a veces lo hace para bien. Hace cuarenta años hubiera sido inimaginable encontrar en Cahiers un párrafo elogioso de una película de Marcel Carné, incluso las por muchos casi indiscutidas Amanece o El muelle de las brumas. Recientemente, la revista publicó un listado de las mejores películas de la historia del cine, y la excelente Sombras del paraíso de Carné está entre las diez primeras.
El fastidio es que en más de una historia del cine Francia parece ser el realismo poético en los treinta, y la Nouvelle Vague a partir de finales de los cincuenta, con nada o casi nada en el medio (otra vez Melville y Becker, tal vez Clouzot). Es cierto que la Segunda Guerra Mundial operó como una suerte de parteaguas, empujando a algunos al exilio y a otros a hacer un cine meramente menor y alimenticio para sobrevivir, y que varios de los mayores talentos de la década anterior salieron un tanto maltrechos después de ella: cuando Carné y Prévert volvieron a artificios poéticos previos en Las puertas de la noche, confeccionaron algo bastante parecido a una pieza de museo: casi al mismo tiempo, los italianos estaban haciendo La terra trema, Roma ciudad abierta o Ladrones de bicicletas. Es interesante constatar, por ejemplo, que no hubo realmente un “neorrealismo francés” que ajustara cuentas con lo sucedido durante el gobierno de Vichy (La batalla del riel de Clément puede ser una solitaria excepción), quizás porque implicaba sacar a relucir el colaboracionismo con los nazis de demasiados franceses y mejor olvidar algunas cosas. También es cierto que muchos de los talentos de antaño lucieron repetitivos o marchitos. Pero no todo fue un páramo, y hay que volver sobre ello en una próxima nota.

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