Historia del cine

Más sobre Stroheim

Cine / 31 enero, 2018 / Guillermo Zapiola

No fue el único grande que hizo cine en Hollywood en los años veinte, pero acaso sí el más original y quien, de un modo u otro, abrió caminos que otros recorrieron y perfeccionaron después. En una nota anterior mencionamos ya a Erich von Stroheim, pero hay más cosas para decir.

Hace ya demasiado tiempo, probablemente antes de la dictadura, Cine Universitario dedicó un largo ciclo al cine mudo norteamericano: allí estaban desde Griffith a Chaplin y Keaton, las aventuras de Douglas Fairbanks, los romances de Rudolph Valentino, y algunas cosas más, entre ellas un puñado de películas de Erich von Stroheim.
El ciclo interesó por varias razones, y una de ellas fue justamente el proporcionar un marco para apreciar más exactamente la importancia de ese vienés turbulento e inclasificable. En un contexto de cine aventurero, cómico o romántico, sentimental y casi siempre optimista, las películas de Stroheim constituían una suerte de cachetazo al espectador con su pesimismo, su exploración de los aspectos menos gratos de la condición humana, su negativa a la facilidad o a las concesiones.
Sin embargo, el pesimismo, como el optimismo, no hacen de nadie un artista. Lo que impresionó de Stroheim entonces y sigue impresionando hoy es su rigor, el empeño en construir personajes tridimensionales, adjudicarles un arco dramático, entender sus conflictos como un reflejo de los personalidades y no del mero azar. Al lado de películas como Maridos ciegos (1918) o Esposas frívolas (1919), que exploran con madurez, amargura y desencanto complejas relaciones humanas, las películas de Fairbanks o Valentino quedan como meros divertimentos, aunque muchos de ellos funcionen eficazmente a ese nivel.
Resulta irónico que una publicidad y una prensa estúpidas hayan podido tildar a Stroheim como “el director más sucio del mundo” porque presentaba a personajes desagradables o éticamente dudosos, sin advertir que la postura del director era más bien la de un puritano que denunciaba los pecados del mundo, no la de un libertino que los celebraba. Sus blancos favoritos fueron la decadencia de la aristocracia europea y la codicia y el materialismo de una franja de la sociedad norteamericana, y esa actitud explica películas tan diversas como Avaricia (1924) o La marcha nupcial (1928), que pueden figurar entre sus obras mayores.
Quizás valga la pena detenerse particularmente en Avaricia, porque allí está ya, en germen, buena parte del mejor cine dramático norteamericano posterior, desde William Wyler a Orson Welles. Avaricia adapta la novela naturalista de Frank Norris (algo así como el Zola norteamericano) titulada “McTeague”, publicada en 1899, que ya había sido llevada al cine previamente en 1916. Su asunto cuenta la historia de un dentista de San Francisco (Gibson Gowland) quien se casa con la prometida (ZaSu Pitts) de su mejor amigo (Jean Hersholt). En cierto momento la mujer gana la lotería, pero ese dinero solo trae desgracias: el ex amigo desplazado reaparece para arruinar la vida de la pareja, la hunde en la miseria, y el asunto deriva en un asesinato, una huida y un final trágico.
Stroheim filmó ochenta y cinco horas de material, y solamente el rodaje de la secuencia final en el Valle de la Muerte llevó dos meses y provocó enfermedades en varios integrantes del equipo. Fue una de las primeras películas de la época totalmente filmada en exteriores (lo que llevaría más adelante a su director a decir que el neorrealismo lo había inventado él), y Stroheim utilizó algunas técnicas sorprendentemente sofisticadas para la época. Hay en el filme, por ejemplo, un uso considerable de la profundidad de campo (procedimiento que permite mantener en foco los primeros y los últimos planos de una escena), aunque los desinformados insistan todavía en que esa fue una novedad introducida por Orson Welles y Gregg Toland en El ciudadano (de hecho no solo Stroheim, sino también Jean Renoir y John Ford se anticiparon a Welles). Lo llamativo es empero el empleo expresivo del procedimiento, que le permite a Stroheim un imaginativo uso de la metáfora. Por ejemplo en la escena del casamiento de la pareja protagónica, los contrayentes aparecen en primer plano mientras la cámara descubre, a través de la ventana, un cortejo fúnebre que pasa por la calle. La felicidad y la muerte coexisten en una misma toma.

Stroheim se empeñó en que su película debía durar nueve horas, los productores le dijeron que estaba loco, le sacaron el trabajo de las manos y lo redujeron a una cuarta parte de lo que su autor quería. Los libros suelen culpar al inteligente Irving Thalberg, uno de los cerebros de Metro, por esa masacre, pero habría que preguntarse quién tenía razón. Con su duración actual Avaricia sigue siendo una magnífica película y una experiencia dramática demoledora. ¿Stroheim creía realmente que podía mantener esa tensión, y el interés del espectador, durante nueve horas? A discutir.
La mezcla de talento, ego y capricho de Stroheim (hasta en eso se parece a Welles) frustró probablemente una carrera que tenía mucho más para aportar, pero empeñarse en gastar el dinero ajeno no es la mejor fórmula para tener éxito en Hollywood. Es una tragedia que sus conflictos con la industria hayan radiado a Stroheim para siempre de la dirección apenas comenzado el sonoro, aunque nos quede el consuelo de una carrera actoral que continuó hasta 1955 (dos años antes de su muerte) y en la que hubo de todo, desde trabajos de rutina a los que sabía otorgar una cuota de “clase”, hasta algunas colaboraciones con directores mayores. Fue, magníficamente, el aristocrático oficial alemán de La gran ilusión (1937) de Jean Renoir, y colaboró con Billy Wilder, por lo menos, en dos películas mayores: Cinco tumbas a El Cairo (1943, donde interpretó al mariscal Erwin Rommel) y El ocaso de una vida (1950), donde Wilder le adjudicó con cierta crueldad el papel de mayordomo de la ex estrella protagonista (Gloria Swanson) de quien antes había sido su director. Allí había un juego de mentira-verdad: Stroheim y Swanson habían trabajado efectivamente juntos en la inconclusa Reina Kelly, algunos de cuyos fragmentos se muestran en la película de Wilder.

 

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