Historiado ya el salto del mudo al sonoro, conviene analizar cómo funcionaba la industria durante su período de esplendor, que muchos ubican correctamente entre los años treinta y cincuenta. Fue, arquetípicamente, el período de mayor funcionamiento del sistema de estudios.
Algunos de los datos incluidos en esta nota, y en la que habrá de seguir, han asomado ya, en forma un tanto dispersa, en entregas anteriores de esta serie, pero conviene organizarlos en un todo compacto. Perdón si hay repeticiones.
El período de esplendor del sistema de estudios de Hollywood abarca desde la Primera Guerra Mundial hasta fines de los años cuarenta, aunque hayan existido manifestaciones antes y después. Básicamente, las grandes empresas (Metro, Warner, Paramount, Fox, RKO, —en menor medida— Columbia y Universal, —de forma un tanto peculiar— United Artists) consistían en factorías en las que se hacía todo: alguien ha dicho que por una puerta entraba una idea, y por otra salía una película. La idea básica era tener un elenco estable de actores y técnicos que cobraban un sueldo mensual, y estaban disponibles para el trabajo que surgiera. El sistema se completaba con el hecho de que los estudios disponían de un circuito de salas que permitían la salida automática a las pantallas del material que producían. Comenzó a tambalearse cuando, hacia 1947, el gobierno de Truman comenzó a aplicar las leyes antitrust y obligó al divorcio entre productoras y exhibidoras: estas últimas adquirieron una libertad antes impensada para negociar los precios de las películas con esta o aquella empresa. Al mismo tiempo las estrellas más notorias (Cary Grant fue la primera) comenzaron a negociar contratos películas por película. Un poco más adelante, los más exitosos (John Wayne, Burt Lancaster, Kirk Douglas, —con menos éxito— Richard Widmark e Ida Lupino) crearon sus propias compañías productoras y negociaron con las grandes empresas únicamente la distribución o el parcial apoyo económico.
En la década del treinta, sin embargo, el sistema estaba en su esplendor y cada empresa buscaba su nicho de mercado. Billy Wilder se ha burlado del sistema y señalado que era muy sencillo entrar en un cine e identificar a la productora de una película con solo mirar cinco minutos la pantalla. Si estaban Fred Astaire y Ginger Rogers, era una película de R.K.O. Si aparecían Drácula, Frankenstein o la Momia, era Universal. Si estaban Cagney o Robinson haciendo de gangsters y Pat O’Brien de cura o fiscal, Paul Muni en personajes históricos famosos (Zola, Pasteur, Juárez) o Errol Flynn como espadachín o vaquero, se trataba de una película de Warner. Paramount y Fox eran menos reconocibles porque hacían un poco de todo, aunque en el primero de los casos era muy probable tropezarse con Marlene.
El término que mejor definía a la producción Metro de entonces era glossy (luminoso, brillante): lujosos decorados y vestuario de época, más estrellas que en el cielo, amplio despliegue de valores de producción. Greta Garbo y sus melancólicos romances de época presidían la comarca, aunque había lugar en ella para una selva de utilería que acogía a Tarzán de los monos, para una serie de misterios policiales con un toque de comedia —habitualmente protagonizados por William Powell y Myrna Loy—, y lateralmente una línea de musicales con Eleanor Powell. Pero faltaban todavía unos años para que Metro se convirtiera en la mayor proveedora de musicales de la historia.
El contexto de la Gran Depresión ayuda a entender algunas de esas opciones. La de Metro era proporcionar evasión y fantasía. Warner optó en cambio por hacer frente a esos problemas: el gangsterismo (toda la serie de films con Cagney, Robinson y, en menor medida, Bogart, que todavía no era una estrella) o afrontar problemas sociales inmediatos: la corrupción policial y política, problemas sindicales (Infierno negro), el mal funcionamiento del sistema carcelario (Soy un fugitivo), el racismo (La legión negra), los fallos de la justicia (Ellos no olvidarán) y hasta ocasionalmente la guerra civil española (Bloqueo).
Universal eligió su propio nicho: asustar a la gente. Había un contexto que la ayudaba, claro: los miedos reales (otra vez la Gran Depresión) suelen canalizarse a través de miedos imaginarios. En el caso del terror de los años treinta de la Universal incidió por lo menos un factor adicional: la importación de exiliados alemanes que huían de Hitler, y que trajeron consigo parte de la estética expresionista (Karl Freund, Robert Siodmak, Edgar Ullmer). En diez años, la empresa estableció prácticamente toda la mitología clásica del género terrorífico en la pantalla, con una excepción importante: King Kong es de RKO.
RKO no inventó el cine musical: de hecho, todas las empresas hicieron unos musicales u otros. Metro creó la serie Melodías de Broadway, y un nombre clave del período es el del coreógrafo y a veces director Busby Berkeley, quien rompió muy pronto con la servidumbre teatral de los musicales primitivos (la cámara quieta frente a un escenario donde la gente cantaba y bailaba), inventando coreografías pensadas directamente para el cine y en las que a cámara era un elemento creativo, a veces un bailarín más, que seguía a los danzarines y elegía ángulos de toma insólitos para destacar mejor lo que aquellos hacían. El musical “moderno”, con filmación en las calles y números que se integraban a la acción misma vino después, y fue sobre todo el aporte de la unidad de producción que Arthur Freed presidió para la Metro en los años cuarenta: de allí surgieron los gigantes del género (Minnelli, Kelly, Donen). En los años treinta, sin embargo, los gigantes estaban en RKO, y se resumían en dos nombres: Fred Astaire y Ginger Rogers. El puñado de films protagonizado por esa pareja puede integrar cualquier antología del género, y la perspectiva histórica permite detectar en uno de ellos por lo menos (Sombrero de copa) la “modernidad” impartida luego por Freed y cómplices en Metro: allí la historia no es un mero pretexto, y los números musicales ayudan a contarla. Otras empresas y los años cuarenta son otro asunto, y sobre ello habrá que volver muy pronto.