Hermandad teatral México – Uruguay. Junio 2025

Teatro / 30 mayo, 2025 /

Xocén: Teatro Campesino e Indígena

 En un espacio escénico enclavado en la selva de Xocén, municipio de Valladolid, en el estado de Yucatán, México, un grupo de dramaturgos y actores indígenas representan en lengua maya obras de William Shakespeare, Federico García Lorca, Emilio Carballido… Forman parte del Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI).

El 1 de septiembre de 1983, María Alicia Martínez Medrano fundó el Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena (LTCI) en la comunidad de Xocén, dada su importancia histórica como Centro Ceremonial Maya, sus orígenes prehispánicos, la riqueza y preservación de sus costumbres y tradiciones, su organización comunitaria, la memoria histórica y sus valores éticos y culturales.

Fue en ese año que la comunidad maya de Xocén dio en comodato el terreno para la construcción del espacio escénico natural y al aire libre, en el que hasta el día de hoy se realizan actividades de educación, producción teatral y presentaciones al público,  sembrando una semilla teatral en la comunidad que sigue resistiendo, dando frutos y buscando nuevas formas de florecer; una experiencia escénica arraigada a la tierra, las luchas sociales, la lengua y la identidad de sus habitantes.

Martínez Medrano (1937-2018), pionera del teatro indígena en México y quien dedicó más de 50 años a la promoción de las artes escénicas en lugares impensados, concibió la expresión artística como una herramienta de transformación y logró materializar dicha iniciativa en comunidades históricamente excluidas, donde se convirtió en un medio de cambio social, espiritual y estético.

El Laboratorio de Teatro Campesino e Indígena, que fundó junto con Cristina Payán, mantiene vigente su propuesta al sustentar el arraigo, el autoconocimiento y la resistencia cultural en los territorios más necesitados.

Aunque su historia ha estado llena de desafíos, al pasar de los años su persistencia es también una forma de poesía, comentó Delia Rendón, discípula, actriz y compañera inseparable de Martínez Medrano, hoy al frente del laboratorio.

Dice que en Xocén el teatro sigue siendo una escuela de vida. No se trata únicamente de una actividad extracurricular. El LTCI ofrece una formación sistemática de cuatro años. Para graduarse, cada estudiante debe presentar 12 exámenes finales, los primeros cuatro diseñados, escritos, dirigidos y actuados por sí mismos. Para hacerlos, deben escribir su propio texto, montarlo, y si necesitan apoyo, lo piden a sus compañeros. Pero el ejercicio es suyo. “No estamos formando ejecutantes, sino creadores”, enfatizó la directora.

Para  Rendón, en un contexto donde las comunidades indígenas y campesinas suelen ser vistas desde el “asistencialismo” o la “exotización”, el LTCI propone otro camino: el arte como derecho y herramienta de autodefinición.

“Aquí no se impone un modelo; formamos desde la experiencia, desde lo que nos atraviesa. El teatro es nuestra forma de pensarnos. Cada montaje aborda temas del entorno: migración, lengua, violencia, trabajo agrícola. Pero no se reduce a la denuncia: también celebra, imagina, provoca. El reto es que siga siendo de todos. Que los niños puedan venir sin que la escuela los agobie”.

Ese enfoque integral ha permitido que muchos jóvenes desarrollen habilidades múltiples: actúan, escriben, dirigen, diseñan escenografía, organizan funciones. Es una pedagogía basada en la comunidad, en el trabajo colectivo, y también en la urgencia de la expresión propia.

Al respecto, dice que cada montaje —en lengua originaria, al pie de un cerro, en una comunidad ribereña— sembró preguntas, activó memorias y abrió espacios para imaginar futuros desde la escena. Y recuerda que en uno de sus primeros  capítulos, en otro escenario cercano en la entidad tabasqueña, Oxolotán, se dio entre ceibas, humedad y tierra roja. Allí, en medio de la espesura tropical, el LTCI estrenó una versión de Bodas de sangre, de Federico García Lorca.

Interpretada por campesinos formados en la propia comunidad, adquirió una textura completamente nueva: los caballos cruzaban el escenario natural, el murmullo del río se integraba como un personaje más, y los cuerpos, bañados en sudor, parecían respirar poesía. El público lloraba como en un rito antiguo. Era Lorca, pero también era Tabasco. Una conjunción mágica donde los versos del poeta español se hermanaban con las pasiones y duelos de la selva. Aquel montaje fue una epifanía. “La primera vez que escuché los versos de Lorca entre los árboles, con los caballos bufando y la gente del pueblo con los ojos muy abiertos, supe que el teatro tenía sentido en esos lugares”, declaró alguna vez la decana del LTCI.

Uno de los aportes más significativos del LTCI ha sido la recuperación de lenguas indígenas en la escena. El chontal, el zoque, el náhuatl, el maya y otros idiomas fueron rescatados y transformados en herramientas dramáticas, capaces de dialogar con autores clásicos como Shakespeare, Garro, Carballido y el propio Lorca. En más de 100 puestas en escena del laboratorio, la lengua trasciende la traducción y se expresa a través del cuerpo, el gesto, la música y la emoción.

Esa fuerza expresiva llevó al LTCI a escenarios insólitos: desde comunidades remotas en Chiapas, Oaxaca y Yucatán, hasta Central Park en Nueva York, el Bosque de Chapultepec en la Ciudad de México y festivales internacionales en Japón, Francia, Venezuela y España. Sin embargo, su eje vital nunca cambió: la raíz seguía firme en los pueblos, en sus historias y rituales.

En la actualidad, el laboratorio de Yucatán cuenta con alrededor de 300 participantes activos. Muchos menos que antes de la pandemia de COVID-19, cuando la matrícula era aún más amplia.

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Nueva puesta en escena de:

El juego que todos jugamos,
de Jodorowsky

 

Tomando como referencia diversos textos de psicología y sociología como El arte de amar, de Erick Fromm, Yo estoy bien, tú estás bien, de Thomas Harris, y Escucha, hombre pequeño, de Wilhelm Reich, el director y artista multidisciplinario chileno Alejandro Jodorowsky escribió en 1970 El juego que todos jugamos, considerada una obra maestra de la dramaturgia contemporánea que explora la naturaleza humana desde diversos ángulos, en una búsqueda brutal y honesta acerca del porqué el ser humano es capaz de construir las más grandes maravillas al mismo tiempo que puede ser responsable de las más aterradoras destrucciones.

Creador de la psicomagia, Jodorowsky llegó a México en 1959 como parte de la compañía de Marcel Marceau. En México impulsó el llamado “Teatro Pánico”, un movimiento que buscaba romper con las formas tradicionales y explorar la imaginación y la subversión. Su propuesta tuvo gran impacto, ya que logró prefigurar nuevas formas de representación escénica, como el happening y la performance, que, en sus orígenes, significó la participación activa de los espectadores.

El juego que todos jugamos se puso en escena en 1971, y su trama contiene una aguda crítica a la sociedad para tratar de despojarla de las máscaras sociales que le han sido impuestas. La obra busca hacer caer al espectador en razonamientos obvios para moverlo de la comodidad en que está instalado e invitarlo a ser honesto y feliz ante la vida.

Ahora, a 52 años de su estreno, el clásico de Jodorowsky se presenta de nuevo en México bajo la dirección de Rodrigo Mendoza Millán. La propuesta lleva esta nueva versión al terreno del positivismo, el melodrama y la superficialidad.

Con un trabajo de escenografía, iluminación y musicalización más elaborado que la puesta original, Principio del formulariosalen a escena varios actores que confiesan fueron llamados por el director para “interpretar una obra que todavía no existe”, pero en la cual deben caracterizarse a sí mismos jugando determinados roles. Es decir, deben despojarse de las máscaras que naturalmente tienen y jugar como lo hacen en la vida cotidiana, pero en dos actos claramente diferenciados: la exposición de los problemas y las soluciones.

Cada uno de los actores sigue la línea establecida por el director explotando sus variadas capacidades histriónicas para encantar al espectador. El compromiso es claro, el talento está presente, la entrega es absoluta. Sin embargo, por instrucciones del autor mismo, una de las características más importantes para que la obra funcione es que cada uno de los actores en escena no actúen, sino que se dejen llevar por el instinto, por sus mismas “entrañas”; que se vulneren y que solo reaccionen bajo el parámetro de la verdad absoluta. En la medida que esto sea real, la obra cobrará sus justas dimensiones.

A nivel dramatúrgico, El juego que todos jugamos es un viaje cruel y conmovedor, tanto divertido como desgarrador, que a su vez obliga a todo el que se enfrenta a él a ser transformado, ya que ha sido inteligentemente construido para provocar, para hacer reír y después llorar, encerrando el dolor completo de toda la humanidad que ha sufrido por sus propias manos. Sin duda, se trata de una obra que contiene una reflexión profunda sobre el ser humano, sus miedos, sus máscaras y la esperanza de cambiar.