Entrevista central: Felipe Ipar
Entrevistas Centrales / 31 marzo, 2023 / Luis Vidal Giorgi
“¿Cuál es el sentido del arte en medio de una guerra? Creo que este espectáculo reflexiona sobre la condición del artista más que sobre el sentido del arte en sí”
Felipe Ipar es un joven director y autor, con formación en cine y teatro, que, tomando como punto de partida la emblemática obra del siglo XX La gaviota, de Antón Chéjov, afronta el desafío de realizar, desde una reescritura, un espectáculo con una estética contemporánea, para conmover y reflexionar con profundidad y solidez sobre los dilemas en el mundo actual, aunando la tradición y la vanguardia.
-Hace unos años, el director César Campodónico, en una mesa redonda, señalaba que Chéjov se representaba tanto o más que Florencio Sánchez en nuestro medio. Esa afinidad de Chéjov con el público uruguayo había quienes la explicaban por identificación con la nostalgia, otros por esos personajes tiernos y torpes que hablan de acciones y futuras obras ilusorias, como parroquianos irresolutos de los bares montevideanos de antes. En tu caso, que pertenecés a una nueva generación menos volcada a la nostalgia, ¿cómo surgió tu afinidad con Antón Chéjov y en qué se basa?
-En primer lugar, me parece muy propicio que traigas a Campodónico a esta conversación. Chino siempre fue nombrado en casa —hoy mantengo diálogo con sus hijos— y en ese sentido vale recordar que más que indirectamente debo mi nacimiento y mi existencia a este teatro: mis padres se conocieron en la escuela de El Galpón, me tuvieron a mí y era uno de esos niños que esperaba en las butacas mientras sus padres ensayaban. En la sala que hoy lleva su nombre, yo me enamoré de la sensación del teatro, viendo una y otra vez ensayos y funciones de Gotán, en la que actuaba mi padre y que hoy, ya con el diario el diario del lunes, veo como el útero de la puesta en escena de Esta gaviota no es Chéjov. Mi tendencia —si es que estos términos son diferenciables— es a levantar espectáculos, mucho más que a concebir obras de teatro. La gaviota me trae esa posibilidad porque es una obra compleja, ambiciosa y de una cantidad de personajes imprescindibles que yo apenas logré sintetizar en siete. Si pudiera discutiría con Chino: yo creo que Chéjov se representa muy poco en este país y me animaría a decir en el Río de la Plata. Es una época bien compleja de relacionamiento con los clásicos y los maestros… de esto también venimos a hablar con este espectáculo.
Revisando en los archivos de El Galpón descubrimos que La gaviota nunca fue representada en este teatro —tal vez, a pesar de todo nuestro trabajo, siga sin ser representada, porque más que una adaptación lo que hicimos es un palimpsesto, dejamos la huella de La gaviota de Chéjov y por encima escribimos nuestros textos, destruyéndola.
Mi afinidad con Chejov es rastreable, pero azarosa. Cuando era niño pedí que me regalaran una gaviota. Hoy esa gaviota fue reconstruida y es parte de la utilería de este espectáculo —la pueden encontrar también en el diseño gráfico y visual que realizó Enzo Vogrincic para el proyecto—. Desde adolescente tengo en mi cuarto un retrato de Olga Knipper y Antón Chéjov, que heredé de mi abuelo. De mi abuela, heredé una edición, que también estará en escena, con sus obras; y cuando egresé de mi primera carrera, la Licenciatura en Comunicación Audiovisual, adapté La gaviota a formato de cortometraje —se llamó La gaviota disecada, con interpretación de Tabaré Rivero, Soledad Frugone y Mariella Fierro—, pues solo se podía trabajar con Arlt y con Chéjov, e intuitivamente yo preferí al autor ruso. No soy un erudito en Chéjov ni me interesa serlo. Siento que esta actitud a veces me salva y a veces me perjudica. Por supuesto que lo estudié, pero esta obra está atravesada de todo el Chéjov que encuentro en el teatro contemporáneo argentino, de todo el Chéjov que a veces encuentro en Bergman, de todo el Chéjov que aprendí a descubrir trabajando con Sergio Blanco. Cuando terminé la EMAD noté que había pasado algo terrible y maravilloso en mi formación. No me había tocado atravesar ni a Shakespeare ni a Chéjov. Entonces Treplev se transformó en mi alter ego: La gaviota y Hamlet empezaron a volverse mis obsesiones y, como Bergman con El sueño de Strindberg, me gustaría poder montarlas cuatro o cinco veces de manera diferente a lo largo de mi vida. Que suceda o no suceda tampoco es algo que me preocupe.
Por último, cuando vean esta obra comprenderán más y mejor —eso espero— mis preguntas acerca de cómo hacer Chéjov en este país y de qué manera las generaciones se encuentran y se alimentan conviviendo en un teatro. En lo personal, sigo trabajando para comprender y hacerme cargo de la generación de la cual soy parte. No me gusta la soberbia que hemos generado ante las generaciones que nos anteceden, pero entiendo la necesidad. Tampoco me gusta colaborar con este mundo ansioso y lineal que ha traído el consumo de las series. A mi generación esta vez le respondo con teatro en lugar de cine, una Nina que es influencer, mucho estímulo escénico, metáforas y símbolos para que el espectador trabaje y un espectáculo de dos horas. Creo que esta provocación la necesitamos para no pasar siempre de largo y poder quedarnos en las cosas.
-Treplev el personaje de La gaviota, ha sido llamado el Hamlet ruso, en tu obra hay alusiones a Hamlet. ¿Cómo se relacionan ambos personajes en tu versión?
-Se relacionan porque Treplev está comprendiendo su obra a través de Hamlet y dos por tres lo cita cuando una comprensión le llega. “El tiempo está fuera de quicio” es la clave para desordenar el tiempo en nuestra versión. Treplev tiene mucho miedo porque sabe “que la conciencia nos hace más cobardes”. Sorin le recuerda todo el tiempo a Treplev que si se le mezclan estas obras puede ser un accidente mortal. Treplev comprende que la muerte tal vez sea soñar y entonces todo se vuelve un sueño. También está el permiso a la locura que ambos personajes tienen, simbolizado por una pieza de Spinetta que compuso a partir de la locura de Artaud en Van Gogh, el suicidado por la sociedad. Nina y Ofelia son dos gaviotas ahogadas. Además, yo pongo una historia que robo de Olmo y la gaviota (Petra Costa, 2015). Irina es sustituida en el pasado cuando interpretaba el personaje de Nina, pues una actriz embarazada no puede subirse al escenario como sí lo puede hacer un actor que va a ser padre. La actriz que la sustituye no solo le roba el papel, sino que le roba el marido —y por eso también citamos a Shakira, porque es una historia que aún hoy sigue pasando a pesar de los castillos y la fama—. Irina es Gertrudis y Treplev es condicionado por un padre que le arruina el destino, que lo envenena con un mandato. Rebelarnos a ese padre podría salvarnos… esto quiere el feminismo, el anarquismo, nuestro Treplev y nuestro Hamlet. Destruir un patriarcado que todavía es más fuerte que nosotros. En este sentido también nuestra lectura no binaria: darle Treplev a Camila Cayota para debatirnos con lo que nos impone nuestro padre Chéjov. Como decía Aderbal Jr., actuar con la pregunta y no con la respuesta. Hamlet, Treplev y yo atravesados por las mismas cuestiones humanas.
-El contexto de guerra en que la obra se desarrolla adquiere otra dimensión en los tiempos actuales, donde soplan vientos belicistas. ¿Cómo influye en los personajes esa situación y sus acciones?
-La destrucción y la guerra constituyen el pilar que erige todo el espectáculo. No podíamos abordar a un autor ruso sin esta lectura contemporánea. Nina lo dice en la obra claramente: “si Alejandro no va a Kiev es porque nosotros somos Kiev”. Asimismo, decidimos no nombrar a Rusia, sino que decimos “el país de Chéjov”. Y estrenar en El Galpón no es provocar al propio teatro, sino a la propia historia que como un uróboro avanza y se muerde la cola. Las cosas siempre son mucho más complejas de lo que a simple vista parecen. Chéjov solo puede ser nuestro Chéjov y no “un país congelado por el frío del pasado”, como reza nuestro texto.
Hace dos años el teatro de Mariupol en Ucrania fue bombardeado y esto dio muerte a más de 600 personas. Esto pasó ayer. No estamos hablando de la Segunda Guerra Mundial. Me encontré con unas imágenes impactantes en Agencia Reuters y trabajamos todo el espectáculo con ellas. A partir de ahí se me ocurrió la idea de que Treplev pretenda encontrar belleza en la destrucción. Esto nos permitió crear metáforas en toda nuestra relación con Chéjov. Dijimos: vamos a destruirlo, a ver qué tanto podemos. Y como era de esperar, no pudimos. Treplev quiere evitar matarse. Vengan a ver si lo logra.
Por último, la imagen de un teatro destruido es una metáfora política de lo que atraviesan todos los teatros en el mundo, que asilan a la sociedad en los peores momentos, y, contra todo pronóstico, resisten el bombardeo de las políticas culturales neoliberales que no comprenden que la productividad de la cultura jamás será económica, pero que una cultura fortalecida fortalece inevitablemente la economía de un país, la sociedad, su profunda convivencia. El prestigio es mucho más duradero y confiable en los poemarios de Ida Vitale que en los mundiales futbolísticos ganados. La cultura es lo que une el pasado, el presente y el futuro. No me quiero poner colonialista, pero ese valor cultural que Europa entendió hace siglos, Latinoamérica resiste a comprenderlo. Conocer a un país no es enterarse de su nombre, sino entender cómo piensa y vive una sociedad. Este dilema también lo plantea nuestra obra. Por eso confío más en el arte que en el deporte. Y me gustaría decirle a las políticas neoliberales que tanto hablan de la exportación y la imagen país: fortalezcan la cultura y se sorprenderán de todo lo que viene a cambio. Y no hablo ni de izquierdas ni de derechas. La cultura se derrumba por falta de estructuras sólidas y es una crisis idiosincrática, no partidaria.
Lo que tampoco debemos olvidar es que la cultura muere cuando se transforma en aparato de un estado. La cultura no puede alinearse del todo a nada y por eso es razonable que se la intente destruir. Es incómoda y esa incomodidad debe ser para todos los pensamientos e ideologías. Es en este sentido, el simbolismo del afiche que es el teatro El Galpón resistiendo el bombardeo, como resiste la Cartoucherie en Francia y tantos otros productores de cultura. Los enredos del poder no me interesan demasiado, pero sí cuestionar ciertas verdades, moralismos y estructuras a través de la política de una obra: en este sentido El Galpón apostó por el proyecto, a pesar de que el tamaño de la sala y el número de integrantes del equipo no genera otra cosa que destrucción económica. Este es el tipo de decisiones que para mí fortalecen a la cultura, pues se entiende que en sí misma ya es un valor capital. Un teatro destruido que igualmente abre sus puertas en medio de la guerra. El año pasado viajé al Líbano para trabajar en una residencia artística. Hice teatro entre edificios baleados. Beirut tenía dos horas de energía eléctrica al día. En situaciones así te preguntás cuál es el sentido de venir a hacer función.
-¿Qué otros aspectos vigentes resaltarías de la obra? ¿Quizás el sentido del arte, el deseo de felicidad que impulsa contra toda incertidumbre?
-Hay una pregunta que los personajes se hacen una y otra vez: para qué seguimos viniendo a hacer función. ¿Cuál es el sentido del arte en medio de una guerra? ¿Es solo un sentido narcisista de los artistas? Creo que este espectáculo reflexiona sobre la condición del artista más que sobre el sentido del arte en sí. Prefiero no decir más nada, porque es una obra bastante expositiva en este sentido. Sería poner verde sobre verde.
-Trigorin, el escritor consagrado pero insatisfecho, rival del joven Treplev, dice: “Tanto hablar de formas nuevas y formas viejas, para qué empujarse si hay lugar para todos”. ¿Qué reflexión te merece esta afirmación pensando en el teatro actual?
-Siempre las formas nuevas del arte son criticadas por nuestro conservadurismo. Yo, que soy un destructor del guionista argentino Gaspar Noé, porque me resisto a rendirme a su lenguaje, sé perfectamente que se debe a mi adoración por Scorsese y por Hitchcock. Ese prejuicio es destructor del movimiento que el arte siempre necesita. En realidad, los Beatles fueron cuestionados. Y así cada quiebre. Pero me pasa que el consumo de información ha crecido como nunca en la historia de la humanidad y eso nos ha evitado la profundización de lo que recibimos. Reconozco la genialidad de Rosalía, pero no la de Bad Bunny. Por ser nuevo no quiero entregarme a todo tan fácilmente. Porque mi cuerpo ya sabe que existió Freddy Mercury y Mozart, y hay una expansión artística allí que no encuentro en el arte más mainstream. Hablo de lo mainstream porque siempre es el podio del nuevo arte. Me llevó muchos años y discusiones aceptar al arte conceptual más contemporáneo, porque siempre fui admirador del dadaísmo del siglo XX. Andy Warhol me causa enojo, pero lo defiendo ante artistas más contemporáneos. Nos cuesta lo nuevo. Siempre. Sin embargo, con esta obra siento que me animé a componer lenguajes mucho más adaptados al hoy. Quise llegar al trap, pero aún no me lo permito; sin embargo, gracias a Flor Guerra —diseño sonoro— Tame Impala y Daft Punk lograron entrar en esta obra. Con esto quiero decir que reconozco las formas nuevas hasta principios de los 2000. Con el resto del arte necesito que pase un tiempo para poder validármelo. Cuando las formas que hoy son nuevas empiecen a darme profundidad con el paso de los años… entonces siento que puedo empezar a trabajar con ellas. Si bien el teatro es efímero, yo siento que es un altar en donde ciertas expresiones se ganan su lugar inmortalizado para siempre y otras expresiones en mí no tienen cómo ganárselo.
Cuando se habla de la crisis de la representación yo digo que quienes estamos en crisis somos nosotros, no la representación per se. No estamos sabiendo cómo construir verdad, porque han cambiado los paradigmas. Por ahora me resisto a las pantallas, porque quiero que el teatro siga siendo un espacio diferente. Sé que hay colegas haciendo maravillas con esto, pero la imagen gráfica me invade por todas partes afuera del teatro y sigo queriendo que lo concreto sea la escena que me permite imaginar o transportar mi cuerpo hacia otra parte. Veo que la escena montevideana se copia a sí misma. Sin embargo, reconozco artistas con ganas de investigar y ahondar en lenguajes nuevos. Hay una epidemia de la dramaturgia de autor que hace que los jóvenes no trabajemos con dramaturgias que ya existen previamente. Como algunos jóvenes todavía no somos tan buenos dramaturgos, algunas puestas que no tienen una fuerte impronta escénica hacen una brecha entre el teatro maduro y el emergente. Hay muchas obras en las que todavía todas las áreas son endebles, entonces ahí me planteo: o texto firme, o actuación contundente o lenguaje escénico de conclusiones sólidas. Una de estas tres al menos tiene que haber. Pero, claro, te lo ponés a hacer y te volvés a dar cuenta de lo difícil que es hacer teatro. Creo que a mi generación le falta pensamiento escénico. Debatir más ahí, pensarnos mejor.
Por último, deberíamos descolonizarnos más. Miramos mucho a Europa y es el gran problema de identidad que ya hace muchos años traía Hugo Achugar. Estamos en el país menos identitario del continente y eso se ve en nuestro teatro y en nuestro cine. Tal vez sea solo amigarnos con nuestras formas. Con nuestra sensibilidad. Aceptar nuestra parte europea y nuestra parte mestiza. Para este espectáculo tenía seleccionado temas de Darnauchans, de Mateo, de La Vela Puerca, de Niña Lobo… y al final, el proceso fue nuevamente conquistado por Europa en muchísimas decisiones. Nos pasa eso. Pero creo que lo tenemos que intentar un poco más y animarnos a que, por lo menos, nuestro teatro sea ese intento. Nos encanta lo de afuera. Incluso nos encantan los artistas una vez que van afuera. Tal vez sea miedo a reconocernos. Hay una euforia por la autoficción y el biodrama. Sergio Blanco y Vivi Tellas como máximos exponentes. Me encanta que suceda, pero después no veo que la apropiación sea un reciclaje inteligente. Creo que tenemos que aprender a robar mejor y trabajar mucho para encontrar poéticas más personales. Me gustó mucho Estudio para la mujer desnuda, porque recupera el valor de lo ritual en un espacio de hegemonía cultural como es el Teatro Solís. Soy crítico con mi generación porque es de lo que me puedo hacer cargo.
-¿Alguna frase significativa de los personajes?
-“Cuando pienso en mi profesión, no le temo a la vida. Es mentira, pero nos gusta refugiarnos en la creencia de que cuando amamos no sentimos miedo. Un maestro me enseñó que el contrario al amor no es el odio sino el miedo. Cuando pensamos en lo que amamos de verdad, el miedo se calma aunque sea por un rato.”