Entrevista a Osvaldo Reyno: Un protagonista detrás de la escena
Teatro / 30 agosto, 2024 / Luis Vidal Giorgi
Con el título Un protagonista detrás de la escena, se ha inaugurado en el Museo Zorrilla una exposición homenaje a Osvaldo Reyno (1937), el creador de las más de 600 escenografías, que es por originalidad y permanencia un referente mayor en el medio teatral nacional. Si, además, le sumamos su actividad con los más variados elencos y directores —tanto en el Teatro Circular en el cual se formó, como en Teatro El Galpón y la Comedia Nacional, entre otros grupos—, su labor docente pionera, su vinculación creativa a la gestación de espectáculos emblemáticos de nuestra historia teatral, su actividad como integrante del teatro independiente en épocas de forja y resistencia en la dictadura, su vida está indisolublemente ligada a la mejor historia del teatro nacional.
La exposición incluye maquetas, elementos escenográficos y fotografías, con el auspicio del INAE y la Dirección de Cultura (MEC), y estará abierta al público hasta el 19 de octubre. Para esta muestra entrevistamos a Osvaldo Reyno y compartimos algunos pasajes en nuestra revista.
-¿Cómo fueron tus inicios en el Teatro Circular?
-El Teatro Circular, en ese momento, funcionaba con Eduardo Malet, que era un director de escena, y Hugo Mazza, que era un artista plástico; había otros integrantes también, como Walter, Gloria Levy, que ya empezaban a formar un grupo. Además, en ese momento eran muy fuertes los teatros independientes, eran la vanguardia de la cultura.
Al principio en el Circular hacía los cambios de escenarios entre escena y escena, se apagaba la luz y nosotros en esa oscuridad teníamos que sacar, por ejemplo, una cama y dejar la escenografía de un bosque —se ensayaba previamente—, era lindísimo, se sacaba y se colocaba algo nuevo. Y yo empecé a comprar libros de escenografía, como los del gran escenógrafo checo Josef Svoboda. Aquí no había escuela de Escenografía, estaban Carlos Carvalho y José Echave como referentes, pero todo se hacía cambiando la escenografía, que en el frontal no había problema, se cerraba el telón y la gente comprendía que era para eso; en el Circular no hay telón, tenías que manejar todo a oscuras. Entonces empecé a aplicar la creatividad: con los mismos elementos podía transformar la escena con imaginación y con el movimiento del espacio.
-¿Y cuál fue tu primera obra?
–Matraca para un hombre simple, con Pablo de Béjar, de Teatro del Pueblo, en el Circular, en el año 58. Actuaba Pelusa Vera. Era una obra costumbrista y el escenario era como un sótano. No hay que olvidar que, en esa época, las escenografías de ambientes reales se hacían con papeles pintados, decorativos, muy elementales. En este caso, como era un sótano y había caños de hierro, lo aproveché para trabajar la ambientación sonora: puse agua dentro del desagüe con una palangana debajo, para simular una gotera, y durante toda la obra se escuchaba una gota cayendo, que yo tiraba de arriba. Tenía que calcular para que fuera una gotita que cayera entre una de las juntas de los caños. Me decían: “Estás loco, ¿cómo vas a poner agua en un escenario?, se va a inundar”. Y otros espectadores decían: “¿Pero pasa agua de verdad?”. No era que pasara agua por el caño de manera espontánea, era yo que iba tirando y la gente que se lo imaginaba. Es la presentación de la mentira escenográfica y, después, la imaginación de los espectadores completa la situación, con esa gota que se oía en el silencio. Y me pareció lindísimo inventar eso; yo tenía veinte años y me entusiasmaba con esa búsqueda creativa.
En aquella época, para las obras naturalistas se construían todos los elementos, pero a mí me gustaba conseguir las cosas necesarias: si precisaba una alfombra o una cama, no hacerla, sino salir a conseguirlas, prestadas o en remates. También era más barato. Era la época en que los clavos usados se volvían a enderezar para usarlos nuevamente. Hasta era una tarea necesaria y humilde de los que empezaban en el teatro independiente eso de enderezar clavos.
-¿Cuál fue tu primera obra con Omar Grasso —que fue el director que revolucionó el Circular—?
–Las violetas fue el primer espectáculo que hice con Omar Grasso, de autor francés; actuaba Julio Calcagno, en los años sesenta. Fue entonces que me empecé a plantear cómo se puede cambiar la escenografía. Omar, que disfrutaba la escenografía como un juego y buscaba experimentar, dirigía la obra, que se desarrollaba en un gallinero y otros espacios. Charlamos y, como ninguno la veía dentro de un código naturalista, le pregunté si podía inventar algo, a lo que accedió enseguida. Así que tomé las esterillas de los conventillos —esteras que se movían y se subían con una cuerdita—, unas que vi tiradas en un rincón, incluso rotas; las junté y doblé, les hice un cuello y una cola con dos patas —utilizando únicamente las esterillas—, para representar a las gallinas, así de simple. ¡Fue un éxito! También introduje la idea de agregar cubos de colores; las gallinas de esteras estaban sobre esos cubos, pero en la siguiente escena sacaba las gallinas y esos cubos pasaban a ser asientos. Así es que empiezo a transformar la escenografía. Y Omar me decía que el problema era que para sacar las gallinas tenía que entrar alguien y el público lo iba a ver. Entonces sugerí que ese movimiento lo hicieran los actores mismos, lo cual fue una novedad y todo un cambio, tanto para los actores como para el público. La obra se prestaba para experimentar, y con los cubos y los colores empecé a romper el espacio.
Después de eso, me vino la idea, para La Comuna de París, de hacer la escenografía solo con banquitos, que a lo largo de la obra se transformaría en distintos objetos, mediante manipulación de los actores y a la vista del público. Los bancos representaban fusiles, barricadas, banderas e incluso abstracciones, cuando se colgaban, simbolizando los ideales, que, luego, con la derrota, se bajaban. Sentí que debía utilizar un elemento natural, reconocible, pues es una revolución, que tiene que ver con el pueblo, entonces se me ocurrió usar el banco de cocina, dado que es donde la gente come diariamente. Se compraron cien banquitos de cocina. Al principio los actores estaban solo para actuar, no para mover bancos, pero los fuimos convenciendo. Éramos del teatro independiente, abiertos a todas las tareas. Fue una revolución de puesta en escena y escenografía.
-La idea de los cubos se empezó a usar después, como algo ya integrado en el teatro uruguayo, incluso era un motivo de inspiración para los actores.
-Claro, fue expandir la imaginación, para los actores. Había una creencia y una estructura donde tanto el director como los actores hacían un proyecto y todos caminaban en una misma vía. En mis primeros tiempos como escenógrafo, me daban el texto, yo lo llevaba para casa y, después, teníamos una reunión y yo presentaba el boceto a nivel escenográfico. Pronto me di cuenta de que era muy solitario el trabajo del escenógrafo y que no se integraba con el espectáculo; el escenógrafo no conocía a los actores y había mucho dogmatismo en torno a ciertas ideas: había que ser fiel a los autores, especialmente, a los clásicos. Y así era en mis comienzos. Con el transcurso del tiempo me di cuenta de que había una separación importantísima en el proceso creativo; todo el peso recaía en el director, que desde la platea le indicaba a los actores lo que harían en la función —por lo general, ni siquiera iba al escenario—. Y el escenógrafo también se separaba, recuerdo que Mario Gallup o Jorge Carrozzino, en El Galpón, trabajaban así y funcionaba: conocían el texto y reaccionaban con lo que el autor les manifestaba sobre ese espectáculo. No me gustaba mucho eso. Más bien, me interesaba la mezcla del director con el escenógrafo. Eso empezó en los primeros tiempos con Omar Grasso y con Jorge Curi. Me quería comprometer con el espectáculo, hablando con el director sobre su propuesta a lo largo de los ensayos. Me parecía que el director manejaba demasiado: el texto, los actores, la estructura de la puesta; era él contra el mundo. Así que me empecé a mezclar con los directores; me gustaba que me contaran, que trabajen verbalmente sobre lo que querían con la obra. Yo hacía mis sugerencias: “¿Qué te parece si ponemos ese color, o este elemento?”, permitiendo que el director también se metiera en la escenografía,
Además, encontré gente accesible como Omar que le encantaba experimentar con lo plástico. O Curi, que tenía formación en arquitectura.”
-Hacés referencia a la creatividad, ¿cómo se fue dando ese encuentro en tu proceso artístico?
-Empezaba a trabajar con lo que el director quería transmitir a través del texto en el contexto actual. Considero que el escenógrafo debe contribuir a ese objetivo. Muchas veces, contribuir desde los elementos o los volúmenes, que era parte de la creatividad del escenógrafo, resultaba angustiante. Para todo artista, expresar lo mejor del arte del espectáculo no es solo resolver un problema técnico, sino también manifestar algo a través de una composición que refleje la obra. Pero esa angustia que sentía y siento al crear desaparece repentinamente: de pronto, algo exterior me sucede físicamente, siento esa libertad de acción, una especie de inspiración que se manifiesta y transforma todo mi cuerpo… Eso me parece maravilloso. Ese diálogo conmigo mismo, en el que surge una idea que parece venir del exterior, es hermoso, pero agotador. Como creador, eso es lo que se siente. Y luego hay que defender las ideas.
-La consigna que se repite siempre: la escenografía debe estar al servicio del espectáculo.
-El escenógrafo se tiene que meter en el espectáculo, darle ideas, colaborar. Decirle al estudiante que todo el espectáculo es su problema. Si te aburrió el espectáculo, te aburrió la escenografía. Es ser un equipo. Además, el director está solo en la platea, en una sala vacía, en cambio los actores se alimentan entre sí. Entonces, el escenógrafo, sentado a su lado, puede aportar y proponer improvisaciones con elementos escenográficos, y ver si funcionan y alimentan al conjunto. Estamos todos juntos haciendo un espectáculo.