Entrevista a Alfredo Goldstein: «Una vida tan alocada como apasionante»

Entrevistas / 3 mayo, 2019 / Por Luis Vidal Giorgi

Alfredo Goldstein, que inició su acercamiento al teatro, como docente de literatura, dirigiendo un grupo liceal, desarrolló luego, en forma ininterrumpida, una actividad creadora prolífica y versátil que ya lleva más de 35 años. Ahora, nuevamente en conjunto con Jorge Bolani, presenta un espectáculo inspirado en la personalidad de un actor de cine y teatro, que nos recuerda una época de esplendor en la que asoman sus grietas.

-La obra trata de un famoso actor norteamericano de la época del cine mudo: John Barrymore. A modo de presentación, ¿qué señalarías sobre este personaje asociado a una época gloriosa?

-Barrymore formó parte de un clan dedicado a la actuación, que viene de una tradición familiar anclada en el siglo XIX. Su padre, Maurice Barrymore, adopta ese apellido por más que originalmente fuera otro. Se inicia así una familia de vericuetos sumamente tortuosos, con adicciones varias, violencias de todo tipo, escándalos de alcoba y una dedicación exclusiva tanto al cine como al teatro. John, o Jack Barrymore, fue uno de los tres hijos de Maurice y de su madre, también actriz —“una fina comediante”, como recuerda su esposo en el texto de Luce—, y junto a sus hermanos Ethel y Lionel formó una estirpe que brilló tanto en el cine mudo como en el sonoro, pero también en el teatro. No siempre sus incursiones teatrales tuvieron el mismo peso. Con frecuencia, asumía roles de comedias de enredos de segundo orden. Hoy el nombre de Ethel está en uno de los principales teatros de Broadway. Lionel y John compartieron varias incursiones en la pantalla grande, pero sin duda la figura de John fue la más resonante, por lo que sucedía dentro y fuera del set… Protagonista de íconos del cine mudo, como una adaptación de Moby Dick de  Melville, o un particular Don Juan, o un Dr. Jeckyll y Mr. Hyde que hizo historia. Cuando llegó el cine sonoro, fue uno de los que pudo adaptarse, mientras otros fallaron estruendosamente, como le ocurrió a John Gilbert, rememorado en la obra. La voz era absolutamente delatora… Barrymore siguió filmando, no siempre con el mismo nivel creativo, y fue una figura central junto a Greta Garbo y Joan Crawford en Grand Hotel… Pero Barrymore se debía un suceso estruendoso en el teatro. Y cuando asume sus papeles shakespearianos, llega a una fama internacional que se expande en especial a Londres. Primero es Ricardo III en 1920, luego Hamlet en 1922, que se estrena tres años después en Londres con un éxito increíble. El propio Laurence Olivier calificó su interpretación como la del primer Hamlet moderno. Bernard Shaw, siempre cáustico e ingenioso, no compartió precisamente esa opinión. Barrymore fue también un inolvidable Mercucio, en un Romeo y Julieta en el cine, pero además en sus últimos años, la radio fue un medio que lo catapultó a un gran conocimiento popular.

El destino de Barrymore, en medio de esa familia plagada de conflictos, tan cercana en algún sentido a la de Eugene O’Neill, estaba signado por el alcohol de manera infalible. Sus últimos años fueron un signo de su decadencia, entre el olvido de la letra, la necesidad de grandes pizarrones en las filmaciones y las enfermedades que avanzaban hasta terminar en una muerte prematura a los 60 años, poco más de lo que vivió su padre. Se le llamaba “El gran perfil”, por su imagen seductora y una suerte de perfil griego que él trató de aprovechar cuanto pudo. El pasaje por varios matrimonios, con resultados frustrantes e hijos conflictivos, fue otro signo de su vida. Seductor empedernido, sostiene, en la obra de William Luce, su amor incondicional por el sexo femenino y por las pequeñas trampas con las que conquistó a sus, al menos, cuatro mujeres formales.

El clan Barrymore tuvo sus consecuencias, como el hijo de John, John Drew Barrymore, actor de segundo orden, con adicciones propias y abandono de sus hijos, o más en el presente con Drew Barrymore, actriz-niña de la recordada E.T. de Steven Spielberg, que después de largos períodos de drogas y alcohol, buscó rehabilitarse hasta una actualidad en apariencia más saludable.

En síntesis, este Barrymore es la síntesis de una “maldición familiar”. Alguien que quiso ser pintor famoso y de un día para el otro se hizo actor. A más de setenta años de su muerte, su memoria revive toda una época gloriosa, aquellos años 20, pero también la depresión y el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Y en la obra de este autor, William Luce, conocido por su texto sobre Emily Dickinson —otra personalidad creativa y excéntrica—, ¿cuáles son los aspectos de la obra que destacarías?

-La particularidad de William Luce, veterano autor de los Estados Unidos, es dedicarse a retomar personajes históricos, con una impronta que bucea en su vida cotidiana, en sus conflictos más personales. Lo que hizo con Emily Dickinson, que tan bien recreó nuestra China Zorrilla hace décadas, fue meterse en la piel de esa solitaria en Amherst, aquel pueblo en el que construyó una vida a contrapelo de los usos sociales, escondiéndose en la soledad, elaborando una poesía sencilla, emotiva, explosiva en los sentimientos pero a la vez controlada. La cotidianidad es el sello de aquella Emily. En el caso de John Barrymore, personaje que encarnó en teatro el gran Christopher Plummer, la impronta es diferente. Aquí la preocupación está en la visión de la sociedad sobre un actor que va notando seriamente su decadencia. Una noche, en la que se ha decidido a rememorar la letra de Ricardo III para intentar volver a sus glorias pasadas, alquila un pequeño teatro, y con la ayuda de su amigo-apuntador, se conecta con un público virtual o leal, para dejar entrever sus miserias, pero a la vez queriendo mantener enhiestos el poder de su talento y sus virtudes interpretativas. La pieza se preocupa de su pasado, de su clan familiar, de sus mujeres, de sus amigos, de la crítica que lo amó o lo deshizo, del cine que lo llevó a esplendores y a fracasos, del teatro que terminó siendo el lugar de su brillo máximo. Lo hace con un humor a flor de piel, con un autosarcasmo de quien ha pasado por muchas experiencias vitales y se anima a reírse de sus propias carencias o a pensar en los fantasmas que lo acosan y que le hacen prever un futuro cercano no muy promisorio. Una obra que habla de los actores, pero que en particular habla del jugarse por algo, del atreverse a algo aun cuando todo se ensaña para que no se llegue a poseer. Mientras el alcohol cumple su papel central, la memoria va y viene y se mezcla la broma con el patetismo, en una suerte de tour de force para cualquier actor que pasa por todas las emociones, pero que siempre pretende que los demás, ese público feroz y necesario, al mismo tiempo, entienda que todo merece también una comprensión. Incluso su empecinamiento en lo imposible.

Volvés a dirigir a Jorge Bolani, uno de nuestros actores más versátiles y de inmediata comunicación con el espectador. ¿Cuáles son las características que, como actor, posee Bolani y que además lo hacen adecuado para este personaje?

-Es la cuarta vez que trabajo con Jorge Bolani. La primera fue en La Navidad de Harry de Berkoff, donde encarnaba a un solitario que iba perdiendo la conexión con el mundo exterior, en días complicados, cercanos a las fiestas tradicionales, que Bolani llevaba a límites entre la ternura y la tragedia. La segunda oportunidad fue con Novecento, ese magnífico texto de Alessandro Baricco, sobre el pianista que nunca se animó a bajar del barco en el que se había criado. Luego fue el aparente Sigmund Freud de La secreta obscenidad de cada día de Marco Antonio de la Parra, en la que saltaban con todo su esplendor el humor descacharrante y la capacidad de desdoblamiento en mil situaciones. Bolani es un actor de una impresionante ductilidad, con una capacidad equilibrada para la comedia y la tragedia, que trabaja en forma reflexiva y cuestionadora con las directivas del responsable de la puesta. Un placer poder retomar el trabajo conjunto y en este, un proyecto que surge de su propia elección, se entrega en cuerpo y alma a un personaje de eternas vueltas psicológicas, con la dificultad de un actor encarnando a otro actor, con lo que eso significa. Juego metateatral que incluye reflexiones sobre el arte de la interpretación, pero además sobre toda una época casi olvidada. Aunque las miserias y las alegrías del actor no son muy diferentes en todas las épocas. El deseo de trascender en una tarea tan efímera como subyugante le permite a Bolani jugarse en otras vertientes, oscilando todo el tiempo entre el patetismo y el autohumor, entre la bronca y la debilidad, entre la adicción y la insistencia en no claudicar a pesar de todo.

-¿Algo más que quieras agregar de la puesta en escena?

-La puesta trata de seguir especialmente a este Barrymore y de lograr una intimidad lo mayor posible con el público, en el juego que propone el texto de Luce, transitando entre un público que se convierte en interlocutor y otro que forma parte de los fantasmas personales. Recreando un espacio de un teatro de medio pelo, allá por 1942, poco antes de la muerte del actor, se balancea todo el tiempo entre los torneos shakespearianos y la necesidad de recordar, como en retazos, una vida tan alocada como apasionante.

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