Historia del cine

El cine en la era de los dictadores (II)

Cine / 31 octubre, 2018 / Guillermo Zapiola

En una nota previa nos ocupamos de lo que el nazismo estaba haciendo con el cine durante los años treinta, pero Mussolini y Stalin tampoco se quedaron quietos.

Tirano más, tirano menos, los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX le prestaron una particular atención al cine, solo parcialmente en lo que tenía que ver con valores estéticos, mucho más como herramienta de propaganda. A veces, los dos factores se dieron la mano: el cine soviético de los años veinte fue brillante, entre otras razones, porque la política leninista al respecto fue, aunque inevitablemente autoritaria, comparativamente “liberal”; se pedía a los artistas una adhesión genérica al régimen vigente, pero no se vigilaba plano a plano lo que estaban haciendo. Con Stalin las cosas empeorarían, pero esa es otra nota.
En una entrega previa señalamos qué ocurrió en Alemania bajo el mandato de Hitler. Corresponde correrse un poco más al sur, y echar un vistazo a las políticas culturales mussolinianas. Si alguien quiere decir algo positivo acerca de Mussolini (el autor de esta nota no se siente particularmente entusiasmado por la idea) puede ser el hecho de que fue, probablemente, el más culto de los tiranos de la época. Al igual que sus colegas alemán y ruso era un fanático del cine, pero sus gustos eran más refinados, su cultura más amplia, y su empeño en promover el medio dio lugar a un par de iniciativas perdurables.
El cine italiano había conocido un momento de esplendor en los años previos a la Primera Guerra Mundial, con el auge de las películas históricas tipo Cabiria, de Pastrone, y los melodramas protagonizadas por mujeres fatales de nombre rimbombante como Italia Almirante Manzini, Pina Menichelli o la más perdurable Francesca Bertini, quien terminó interpretando un papel de abuela en Novecento de Bertolucci. La guerra misma, y luego la formidable expansión del cine de Hollywood estorbaron ese desarrollo, pero el cine italiano no murió. Solo perdió una parte de su importancia, y durante buena parte de los años veinte se limitó a repetir recetas comercialmente probadas: siguió habiendo melodramas, romanos peleando con cartagineses y cristianos devorados por los leones.
Pero como un poco después Goebbels, Mussolini quiso que también el cine fuera una muestra de los esplendores de su régimen. En 1932 creó el festival de Venecia (el más antiguo del mundo todavía vigente), para promover un cine que compitiera con Hollywood. Y aunque a diferencia del cine soviético, que estaba claramente en manos del Estado, el cine del fascismo permaneció en la órbita privada, el gobierno incidía de cerca imponiendo temas y sesgos, al menos en proyectos que consideraba de particular importancia.
Eso explica, por ejemplo, que al director Alessandro Blasetti, ese hombre de todas las épocas (hizo películas fascistas bajo el fascismo, epopeyas religiosas como Fabiola después de la guerra, comedias con Sophia Loren en los años cincuenta, e inventó los documentales “sexys” como Europa de noche, al filo de los sesenta) le hayan encomendado en 1933 realización de 1860 , una evocación de la epopeya garibaldina que no estaba mal hecha y que establecía una línea entre el patriotismo de la unidad italiana del siglo XX y las pretensiones unitarias de Mussolini de tiempos más recientes. Hubo otros ejemplos de cine propagandístico como Camicia nera (1933), de Giovanni Forzano, o El asedio del Alcázar (1940), de Augusto Genina, en la que los italianos exaltaron a sus correligionarios franquistas. Pero el ejemplo más clamoroso de cine propagandístico, y también el que movilizó mayores despliegues de producción, fue probablemente Escipión el Africano (1937), de Carmine Gallone, que retrocedía hasta los tiempos de la antigua Roma para narrar las luchas con Cartago y, metafóricamente, aludir a la mucho menos heroica aventura africana de Mussolini en Etiopía. Algunas escenas de acción tienen su fuerza, pero el conjunto luce retórico y a veces un poco ridículo.
Sin embargo, no todos los cineastas compartían el entusiasmo de otros colegas por el régimen vigente. Los más cultos se refugiaron en lo que se llamó el “caligrafismo” (es decir, aquello de hacer “buena letra”), adaptando con frecuencia con esmeros formales obras literarias prestigiosas, generalmente ambientadas en tiempos pasados, lo que evitaba tener que opinar sobre el presente: Un colpo di pistola, de Mario Soldati, inspirada en Pushkin, puede ser el ejemplo epónimo del género.
Los cineastas más comerciales encontraron un filón en un género popular que no les creaba demasiados problemas: la comedia. Para evitarse dolores de cabeza, ambientaron generalmente sus historias en medios pudientes, en los que no había por qué hablar de pobreza o conflictos sociales. De ahí el nacimiento de lo que se llamó “comedia de teléfonos blancos”, porque tales aparatos abundaban en esas películas. Había una razón económica: el ente telefónico italiano entregaba a sus usuarios, mediante la tarifa normal, los clásicos teléfonos negros que conocieron nuestros padres y abuelos. Por una cuota extra proporcionaba aparatos más elegantes, de color blanco y con toques de dorado. Conclusión: las casas de clase media o menos tenían teléfonos negros; los ricos, teléfonos blancos. La mayoría de las comedias rodadas en la época transcurrían en ambientes donde había teléfonos blancos. Un ejemplo clásico puede ser Los hombres, esos sinvergüenzas (1932), de Mario Camerini, que hizo la primera fama de un joven galán y canzonetista llamado Vittorio de Sica.
Pero las actividades del régimen fascista en el terreno del cine fueron un poco más allá. Por un lado, las fuerzas armadas crearon sus propias unidades de producción de documentales de propaganda. En una de ellas se formó un tal Roberto Rossellini. Por otro, Mussolini quiso tener su propio Hollywood e impulsó la creación de Cinecittá, un centro de producción con tecnología de última generación. Por último, y para desarrollar también una crítica eventualmente favorable creó la revista Cinema, dirigida nominalmente por su hijo Vittorio Mussolini. Irónicamente, en ella comenzaron a escribir casi todos los intelectuales antifascistas que luego impulsarían el neorrealismo. La historia sigue.

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