Columna de cine

Un balance del cine uruguayo

Cine / 31 enero, 2018 / Guillermo Zapiola

El solo hecho de que pueda escribirse una nota sobre el cine uruguayo separada del balance anual sobre la producción internacional es un dato: el cine uruguayo existe. Su buena o mala salud son otro asunto, y algo de eso se piensa al respecto aquí.

Hubo un tiempo felizmente perimido en el cual cada estreno nacional se anunciaba como “el nacimiento del cine uruguayo”. Pocos cines en la galaxia deben de haber nacido tantas veces. Ese tiempo ha quedado sin embargo, y afortunadamente, atrás. Desde el año 2001, más o menos, se sabe que el cine nacional existe como una realidad tangible, y que no está volviendo a nacer. Ya no es una novedad que se estrene una película nacional, y suele haber más de una en cartelera. Ello proporciona una ventaja adicional: se terminó la historia de “para ser uruguaya no está tan mal”: la producción local puede y debe ser juzgada con los mismos criterios de rigor y exigencia que la del resto del mundo. Hay buenas películas y bodrios, y denunciar estos últimos como tales no es (como sugiriera hace cuarenta años una polémica muy tonta sobre El lugar del humo) una suerte de actitud antipatriótica.
Si no hubo un error de conteo, en 2017 llegaron a las pantallas locales dieciséis producciones nacionales, o por lo menos coproducciones en las que hubo participación (mayoritaria o minoritaria) uruguaya. Eso era impensable hace veinte años. El dato de la coproducción es también revelador: los hacedores nacionales de cine parecen haber comprendido de una vez por todas que el mercado local es pequeño y las posibilidades de recuperar lo invertido en él es casi imposible. Se necesita ayuda externa, y a ello aporta la coproducción. Hay una vieja polémica al respecto, pero probablemente es bizantina: ¿la coproducción despersonaliza? ¿Hace que las películas uruguayas sean menos uruguayas? ¿Condiciona a los autores? La respuesta no es obvia, pero puede sospecharse que la más certera es “a veces sí, a veces no y, a la larga, qué importa”.

Algunas de las películas contabilizadas, por lo menos, resultan ciertamente significativas. Lo más llamativo fue probablemente Ojos de madera de Roberto Suárez y Germán Tejeira, una de las películas de trámite más loco de la historia del cine, no solamente uruguayo. La primera idea con respecto a ella nació en su codirector y coguionista Roberto Suárez, hombre con un bien ganado prestigio en el teatro, quien reconoce haber olvidado cuándo la concibió por primera vez. Cree recordar que escribió la primera versión hace unos veinte años, en un momento en que estaba obsesionado por la literatura fantástica de E.T.A. Hoffman, y en particular por su relato El hombre de arena. De a poco se fue perfilando la historia del niño huérfano que va a vivir con sus tíos, padece un accidente y comienza a tener visiones aterradoras. El proceso de preparación y ensayo fue largo (“como si se tratara de una obra de teatro”), y el rodaje, que se llevó a cabo hace siete años, duró veinte días. Después se filmaron escenas adicionales. Suárez y su equipo asumieron varios riesgos: una película en blanco y negro, ambientada en los años cincuenta y con alguna irrupción del color que tiene un significado expresivo. El resultado es una experiencia inquietante y absorbente.

Tampoco podemos ignorar Otra historia del mundo, libre adaptación de una novela de Mario Delgado Aparaín y segundo largometraje de Guillermo Casanova, realizado trece años después del primero (El viaje hacia el mar). Tiene un tono (comedia dramática) que puede resultar a primera vista sorprendente en una película que toca el tema “duro” por antonomasia de la historia reciente del Uruguay: la dictadura.
Hubo otras ficciones significativas, pero quizás el dato más llamativo del año haya sido un resurgir del documental, del que Wilson de Mateo Gutiérrez fue probablemente el ejemplo más valioso. Si algo hay que reprocharle a la película es que deja cierto gusto a poco (Ferreira Aldunate se merece un documental más largo, y en noventa minutos no se puede decir todo), pero el trabajo es sólido, matizado y no siempre complaciente. El catálogo de documentales tampoco puede omitir a Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas del debutante Julián Goyoaga, que evoca la figura y el contexto de la última víctima de la dictadura militar uruguaya vigente entre 1973 y 1985. El filme está narrado desde el presente y registra la existencia actual de la familia del doctor Roslik a más de treinta años de los hechos. También recoge testimonios de vecinos y amigos.
Y no todo es política. Con las ficciones pudo llegarse hasta el fútbol (Mi mundial), y con los documentales hasta la música (Fattoruso), en ambos casos con resultado valioso. Y hubo otras cosas a destacar, pero ya se sabe que el espacio es tirano.

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