Columna de cine

La permanencia de un talento: Agnés Varda.

Cine / 31 mayo, 2018 / Guillermo Zapiola

El estreno de «Caras y lugares» ha vuelto a poner sobre el tapete a uno de los nombres más importantes del cine francés y mundial: Agnès Varda. También suscita algunas reflexiones que van más allá de los méritos de la película en sí misma.

Fue el título que inauguró el más reciente Festival Internacional del Uruguay, obtuvo una nominación al Óscar como mejor documental, y su lanzamiento coincidió con la decisión de la Academia de Hollywood de otorgarle a su codirectora, Agnès Varda, un Óscar especial al conjunto de su trayectoria. También obtuvo los premios a mejor documental en el festival de Toronto, los Independent Spirit Awards y las premiaciones de los críticos de Nueva York y Los Ángeles. Esos datos sirven apenas para señalar que Caras y lugares es una película importante, y que su codirectora Varda, una mujer fuera de serie que, a sus noventa años (los cumplió el pasado 30 de mayo), sigue muy lúcida y activa.
De la película en sí misma se ha escrito en muchos lados, e insistir demasiado sobre ella sería algo así como llover sobre mojado. Basta recordar que fue el resultado del encuentro de la cineasta con JR, que no es el villano de Dallas encarnado por Larry Hagman sino un fotógrafo y artista francés conocido por sus gigantescas intervenciones gráficas en edificios y espacios públicos. Varda y él se conocieron en 2015, descubrieron que tenían intereses artísticos compatibles y decidieron emprender un proyecto en común que terminó siendo la película a la que nos estamos refiriendo. Recorrieron pequeños pueblos y zonas obreras de toda Francia, fotografiaron a sus habitantes y los exhibieron en las gigantografías correspondientes, y todavía tuvieron tiempo de enfocar su cámara hacia su creciente amistad y al carácter y peripecias de los anónimos fotografiados. El resultado, respaldado también por una espléndida banda sonora, es cálido, emocionante y conmovedor.
También sirve para comprobar hasta qué punto continúa vigente el talento de Varda, acaso la última gran sobreviviente de la Nouvelle vague. Por supuesto, también sigue vivo Jean-Luc Godard, pero se sospecha que desde hace treinta y cinco años vive en un altillo en una pensión para intelectuales, y sale de cuando en cuando de ahí para dirigir una película que será admirada por catorce críticos y sensatamente ignorada por el resto del mundo, o para hacer afirmaciones del tipo de “el cine nació con Griffith y murió con Abbas Kiarostami”. Que Varda continúe activa demuestra que Godard se equivoca.
Alguna vez habrá que escribir un artículo global acerca de qué importa todavía, qué ha caducado y qué no importó nunca de la Nouvelle vague francesa, pero este no es el momento (y no hay espacio). Conviene señalar de todos modos que Varda solo integró tangencialmente ese movimiento renovador del cine francés, si se acepta (lo cual también es discutible) que su “núcleo duro” estuvo integrado por la gente que empezó haciendo crítica en Cahiers du Cinema (Rohmer, Godard, Truffaut, Chabrol, los merecidamente olvidados Kast o Doniol-Valcroze) antes de empuñar una cámara.
A Varda, nacida en Bruselas pero parisina de adopción, hay que ubicarla más bien en el grupo de los rivales de Cahiers: con su fallecido esposo Jacques Demy, Alain Resnais Georges Franju y alguno más; perteneció a lo que se denominaba medio en broma pero sin error “el club de los admiradores de los gatos” (a casi todos ellos les encantaban esos animales), quienes mantenían posiciones de izquierda, exhibían un mayor compromiso social y político, provenían en general del documental y no de la crítica, y eran defendidos por la revista Positif más que por Cahiers.
Varda estudió Historia del Arte antes de conseguir un trabajo como fotógrafa oficial del Théâtre National Populaire (TNP) de París. Pero le interesaba más el cine. Su primer contacto con él fue casi casual: dedicó unos días a filmar la pequeña ciudad pesquera francesa de Sète, en el barrio La Pointe Courte, para un amigo con una enfermedad terminal que le impedía visitarla él mismo. Siguieron otros documentales, y saltó al largo de ficción en 1961 con la espléndida Cleo de 5 a 7, a la que siguieron las provocaciones de La felicidad (1965), que generó en su momento un pequeño escándalo con su defensa de un amor libre y plural. De hecho, Varda nunca ha abandonado una postura personal y provocativa, desde irse a los Estados Unidos en el 68 para filmar al movimiento contracultural hasta reivindicar posturas feministas (Una canta, la otra no, 1977) o retratar sagazmente una vida marginal (Sin techo ni ley, 1985). Tanto en su ficción como en sus documentales (género al que ha vuelto preferentemente en años recientes, incluyendo Jacquot de Nantes, homenaje a su fallecido esposo Demy), Varda ha insistido en un perfil realista y social. Pudo ser conmovedoramente autobiográfica en su espléndida Las playas de Agnès (2008), y ha vuelto por sus fueros con esta Caras y lugares que realmente vale la pena.

 

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